Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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viernes, 29 de noviembre de 2019

El paseo




Tenía motivos para sentirme bien. Los colegas subían sus pulgares a mi paso como gesto de admiración. Mi jefe, hosco tantas veces, me consiguió una bonita casa sobre la colina del acantilado, y Mery, mi secretaria, comenzó a llegar al trabajo en minifalda, se mostraba seductora a la hora del café, y lo mejor de todo: complaciente durante los fines de semana en mi nueva casa con vistas al mar.

Se podía decir que nada me faltaba. Mis trabajos de investigación sobre el Generador Dinámico de Energía Magnética comenzaban a dar los resultados que yo esperaba. Todo parecía sonreírme. Incluso, en el último congreso en Londres, mis colegas competidores de la Princeton University, me obsequiaron con un largo aplauso. Estaba a punto de conseguir una energía inagotable, sin emisiones atmosféricas ni residuos. Gracias a ello, la contaminación pasaría a ser un recuerdo venenoso en la historia humana.

Hacía tiempo que no me sentía observado. Eso, además de ser tranquilizador, me incitaba en el propósito de propagar mis progresos. Por supuesto que mi nueva casa y la oficina tenían inhibidores, y que todas mis comunicaciones eran analizadas por los servicios de seguridad. Hasta las papeleras eran investigadas.

Desde que me entrevistaron en Time, florecieron los imitadores de mis estudiadas manías: escribir sobre una mesa de delineante, pasear por el bosque al amanecer o almorzar solo a medio día mirando al mar. Incluso Peter, un fotógrafo ilustrador y bromista incontinente, decía ser imitador de mis costumbres. El jovenzuelo, llegado al Instituto de Investigación unos meses atrás, era el protegido del presidente; al parecer, presionado por la familia del joven, que, según los cotilleos, necesitaba rehabilitarse de unas graves adiciones, y al que nadie hacía caso en el centro, al haber sido etiquetado como un tarambana.

Por las noches, cuando todo eran sombras frente al acantilado y solo titilaban las estrellas y las luces de los barcos a lo lejos, cerraba las cortinas del ventanal, encendía el flexo lupa sobre mi mesa de delineante, y en un cuadradito de papel, con mi antiguo Bic de punta fina sin tinta, escribía una minuciosa chuleta. Al terminar, la enrollaba cuidadosamente y la introducía en hueco de una caña tomada de los cañaverales cercanos.

Ese trabajo lo haría si, a la hora convenida, durante mi solitario almuerzo, lograba ver al bote de pesca frente al acantilado desplegando un parasol. Tomaría la pitillera encendiendo un cigarro, sin dejar de mirar a uno y otro lado, como saboreando el humo, así, hasta cerciorarme de estar solo. Si no había nadie, al descorrer el espejo escondido en la tapadera de la pitillera, apuntaría a la embarcación de la forma que sabía. Si después de diez minutos exactos el barco cambiaba de posición rumbo al este, había trabajo que hacer bajo el flexo lupa esa noche. A la mañana siguiente, antes de salir el sol, al dar mi paseo diario camino de la oficina, depositaría bajo la piedra acostumbrada la caña preñada con el papel.

Pero el acantilado tenía un faro, y Peter hizo amistad con el farero. Diariamente jugaban al ajedrez, discutían sobre fotografía, y nunca olvidaban chismorrear sobre las chicas del Instituto de Investigación. Siempre frente a un vaso de vino sentados en el balcón del faro. Era la atalaya del depredador inadvertido, al acecho de mis encuentros señaléticos con la embarcación de pesca. Un amanecer en el que no me sentí observado, Peter, agazapado tras los arbustos, me filmó cuando yo escondía el mensaje bajo la piedra. Todo acabó.

Peter —que ya no actuaba como un calavera— fue deferente durante los interrogatorios en mi propia casa. Para mis compañeros del Instituto, yo había acudido a Nueva York a ver a mi madre enferma. La ausencia de Peter nadie la tomó en serio. Cuando los del FBI pronunciaron el nombre de mi nieto por primera vez, comprendí que tenía que colaborar, y les di más detalles de los que esperaban. Mi actitud era la consecuencia de una decisión lógica: entre dos caminos, se ha de elegir el más simple, el otro, siempre habrá tiempo de explorarlo. Ellos parecían agradecidos. Al final, el jefe de Peter me preguntó:

¾¿Por qué lo has hecho?, ¿acaso no vives bien aquí, en esta casa, rodeado de este paisaje?

¾Quiero un mundo mejor. Esa es la razón de mi proyecto.

¾Así que un mundo mejor —asentía sonriendo como llamándome imbécil.

¾¿Acaso mi proyecto no acabará en manos de las grandes corporaciones?, ¿acaso no especularan con él, hasta convertirlo en otra herramienta de opresión?

¾Ya. Los especuladores —me miró con fijeza.

¾Sin embargo, al otro lado…—intenté decir, aunque, fue tan demoledora su sonrisa irónica, que no pude concluir.

Se llamaba Yure, y días antes, me contó que nació en Odesa, en el año 42. No conoció a su padre, porque un invierno murió congelado durante una guardia de castigo a la intemperie. Lo habían sorprendido leyendo un ejemplar de Literatura y Revolución, de León Trosky.

¾¿Sabes? Imagino a tu madre preguntándose, si al otro lado, cuidarían de tu hija y de tu nieto como lo vamos hacer aquí. —lo miré vencido, y al fin asentí, grave.

¾Es posible que lleves razón —concedí sin engañarlo, y sin engañarme del todo.

A las pocas horas de llegar mi familia a casa, traídos desde Nueva York en un jet especial —les habían dicho algo sobre un accidente en la playa— los interrogadores, camuflados de enfermeros, ya habían recibido órdenes y sacado sus propias conclusiones. Al final, con un gesto mudo de advertencia, me entregaron la pitillera del espejo. Mi madre fue la única que interpretó la situación. Nunca dijo nada.

El trato fue razonable. A partir de ahora, ellos me dirían que información debía escribir con el bolígrafo BIC. A cambio, seguiría manteniendo mi casa, me ascenderían en el trabajo, mi familia se sentiría segura y orgullosa de mí, y Mery, desbragada en verano, y con un visón sobre su piel desnuda en el invierno, seguiría acudiendo los fines de semana a la casa del acantilado.



              Manuel Bellido Milla.

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