A falta de media hora para las dos murió
mi abuela, de ella heredé el color verde flúor de las pupilas y, según dicen,
su singular olfato para los negocios. Mi madre, por tener los ojos marrones y
una nariz perezosa, fue resarcida en la herencia; a ella le asignó un pisito,
libre de cargas, en el centro de la ciudad, que en quince días estaba alquilado
y generando renta.
Lo del verde fosforito en
la mirada no tenía más remedio que aceptarlo, pero eso de: “Como eres igualita
que tu abuela, tú también serás rica”, me tenía un poco harta. Y es que, en mi
familia, todos los verdes son ricos, menos yo. Ellos huelen el dinero, tienen
instinto especulativo. Todos tienen un
talento natural, un olfato andarín. Según explican, es algo que está ahí, que se
percibe. Sienten una especie de cosquilleo en el estómago y olisquean ese negocio
que va a funcionar. Bitcoin, ladrillo, donde esté la ganancia ahí está su
avispada nariz.
Yo trabajo de
administrativa en una empresa pequeña. Un día, en la media hora del desayuno,
sentí esa voz interior en las tripas, ese tufillo a dinero, a suerte, a idea
genial, a cambio de vida. Animé a mis compañeros a hacer un fondo y compramos
lotería. Estaba segura de que nos tocaría el gran premio. Dejaría de ser clase
media y me convertiría en millonaria, dejaría de oler a ajo, como decía una tal
Victoria Beckham, y pasaría a evocar aromas de enebro, jengibre y hojas de
bambú. Al poco tiempo, una compañera entró en la oficina dando saltos de
alegría para transmitirnos la colosal noticia: nos había tocado. Lo
celebraríamos con un viaje, organizado y en grupo, a Tailandia.
En un pestañeo, ya estábamos embarcando. Para mi sorpresa,
el azar me tenía reservado un gran órdago. Un hombre en el asiento contiguo me
miraba y creo que pensaba: “Podemos presentarnos, intentar una relación y, si
te enrollas, nos hacemos un Emmanuelle en el baño”. Me pareció que sus
pensamientos eran demasiado descarados. De entrada, me interesaba ese
misterioso compañero de viaje. Tenía que mostrarme receptiva.
Me sentía muy nerviosa y tímida. No tenía el atrevimiento y la desenvoltura que
da la coquetería y solo fui capaz de decir:
—Hola, me llamo Mari
Carmen.
—Yo, Antonio, encantado.
¡Qué ojos más… bonitos, Mari Carmen!
—Y olfato, Antonio, y
olfato, que también soy millonaria —dije para mis adentros—.
A partir de entonces, la
magia se apoderó de nosotros. Teníamos muchos temas en común: la afición desmesurada
por la cerveza, la mediocridad o los amores tóxicos del pasado. Fue como un
sueño hecho realidad, ya era rica y tenía amor. Las doce horas del vuelo
pasaron como un dulce soplo de aroma a jazmín.
Esta historia, de ser
cierta, podría haber sido muy hermosa, pero no salí a mi abuela en ese olfato
especial, no quise participar en el fondo común para comprar lotería. Sigo en
la oficina con nuevos compañeros. Voy con frecuencia al aeropuerto y, desde
lejos, diviso la cola de embarque Madrid-Bangkok, pero nunca me encuentro con
Antonio.
Yayo Gómez
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