Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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martes, 29 de marzo de 2022

Cuestión de olfato

 


A falta de media hora para las dos murió mi abuela, de ella heredé el color verde flúor de las pupilas y, según dicen, su singular olfato para los negocios. Mi madre, por tener los ojos marrones y una nariz perezosa, fue resarcida en la herencia; a ella le asignó un pisito, libre de cargas, en el centro de la ciudad, que en quince días estaba alquilado y generando renta.

Lo del verde fosforito en la mirada no tenía más remedio que aceptarlo, pero eso de: “Como eres igualita que tu abuela, tú también serás rica”, me tenía un poco harta. Y es que, en mi familia, todos los verdes son ricos, menos yo. Ellos huelen el dinero, tienen instinto especulativo. Todos tienen un talento natural, un olfato andarín.  Según explican, es algo que está ahí, que se percibe. Sienten una especie de cosquilleo en el estómago y olisquean ese negocio que va a funcionar. Bitcoin, ladrillo, donde esté la ganancia ahí está su avispada nariz.

Yo trabajo de administrativa en una empresa pequeña. Un día, en la media hora del desayuno, sentí esa voz interior en las tripas, ese tufillo a dinero, a suerte, a idea genial, a cambio de vida. Animé a mis compañeros a hacer un fondo y compramos lotería. Estaba segura de que nos tocaría el gran premio. Dejaría de ser clase media y me convertiría en millonaria, dejaría de oler a ajo, como decía una tal Victoria Beckham, y pasaría a evocar aromas de enebro, jengibre y hojas de bambú. Al poco tiempo, una compañera entró en la oficina dando saltos de alegría para transmitirnos la colosal noticia: nos había tocado. Lo celebraríamos con un viaje, organizado y en grupo, a Tailandia. En un pestañeo, ya estábamos embarcando. Para mi sorpresa, el azar me tenía reservado un gran órdago. Un hombre en el asiento contiguo me miraba y creo que pensaba: “Podemos presentarnos, intentar una relación y, si te enrollas, nos hacemos un Emmanuelle en el baño”. Me pareció que sus pensamientos eran demasiado descarados. De entrada, me interesaba ese misterioso compañero de viaje. Tenía que mostrarme receptiva. Me sentía muy nerviosa y tímida. No tenía el atrevimiento y la desenvoltura que da la coquetería y solo fui capaz de decir:

—Hola, me llamo Mari Carmen.

—Yo, Antonio, encantado. ¡Qué ojos más… bonitos, Mari Carmen!

—Y olfato, Antonio, y olfato, que también soy millonaria —dije para mis adentros—.

A partir de entonces, la magia se apoderó de nosotros. Teníamos muchos temas en común: la afición desmesurada por la cerveza, la mediocridad o los amores tóxicos del pasado. Fue como un sueño hecho realidad, ya era rica y tenía amor. Las doce horas del vuelo pasaron como un dulce soplo de aroma a jazmín.

Esta historia, de ser cierta, podría haber sido muy hermosa, pero no salí a mi abuela en ese olfato especial, no quise participar en el fondo común para comprar lotería. Sigo en la oficina con nuevos compañeros. Voy con frecuencia al aeropuerto y, desde lejos, diviso la cola de embarque Madrid-Bangkok, pero nunca me encuentro con Antonio.

 

     Yayo Gómez

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