Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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lunes, 6 de enero de 2020

La alpargatera


Los pestiños. Pavitas, guisadas con almendras, en la casa que puede, y mucho rínrín de botellas de anís. La tradición andaluza cincuenteña. Los años del hambre, poco a poco, quedando atrás; otras derivadas de la posguerra AÚN NO; ahí quedan las bóvedas del baluarte de San Roque, cobijo de derrotados, aquellas galerías de tabiques a media altura y cortinas guardando intimidades; los fogones de carbón en común; y el agujero, del suelo del excusado, tras una puerta con mal cierre.

Cerca de allí, en cada Adviento, las hermanas congregadas en la cocina familiar para preparar la Noche de Paz. Para hacer siempre igual, repartir las tareas de aquellos días, “para que todo salga como es debido” -insistía la madre-, práctica en penurias y buscavidas. Analfabeta.


En la calle Botica, frente al trece, la accesoria de la alpargatería de Ana; negocio para un mundo de pobres, céntimo a céntimo, añadiendo al corto jornal de Ramón. Atrás quedaron los años del estraperlo y las capas anchas, cubriendo su cuerpo de mujer joven, enfajado de víveres.

Cinco hijas habidas, y el mayor, criados ya; otro se les fue con un año, de una insolación playera, o ¡vete a saber de qué! ¡Las penas tragadas porque quedan cuatro que alimentar! Luego llegaron dos más, las pequeñas.

Ella, en realidad, en esa cita previa a la Noche del Niño, conseguía distribuir también, disimuladamente, sus pequeños aguinaldos. Con ellos, las penurias de algunas de sus hijas, ya casadas, entre pobres, quedarían camufladas y todas aportarán su parte a la mesa común.

A cada cual, según sus méritos. No, para ella son iguales; a cada cual, según sus necesidades.

Desde la mañana del veinticuatro, todas al calor del puchero, que cuece despacio, el aroma del aceite que burbujea en torno al trozo de cáscara de limón. Antes de que amargue, Juana, la mayor, saca la cáscara y vierte la taza de anises que han de freír al calor menguante, apartada del fuego. Tiene la receta bien aprendida, lleva desde los trece alejada de San Martín, el colegio de todas, cambiando el aprendizaje de las aulas por el de las tareas de casa. En la treintena, dirige resuelta al equipo de hermanas, las gobierna bien.

Lola la releva, acerca el lebrillo, con su volcán de harina bien cernida, que los sacos del granel suelen venir con cocos y hay que quitarlos. Vierte el aceite, ya enfriado, y amasa con energía hasta obtener la masa, ya esta fina y se separa bien de las paredes del tiesto. La envuelve en el paño blanco, muy limpio, y la deja al reposo, sobre la tabla seca del fregadero, como media hora.

Ana protesta, le duele el brazo con tanto cimbrear el soplador redondo, para que el carbón renovado prenda y releve al viejo. Un tizón inesperado tizna con su humo negro la olla del puchero.

Pasado el reposo, Ángeles y Emilia tienden la masa en el hule, bien limpio, enharinado, que cubre la mesa. Con botellas vacías por rodillos, la extienden y cortan a cuadraditos, como de cuatro centímetros, perfectos. Pliegan los picos, de dos en dos, en oblicuo, y los dejan reposar, otra media hora.

Ya están los pestiños, a falta del freír, en el aceite de la perola. Volteados a tiempo, para que doren bien las dos caras. Tras el escurrido, paso por el baño de miel, algo aguada con dos o tres cucharadas, ligeramente templada al fuego suave del rescoldo.

Entre tanda y tanda, sobre las bandejas, el robo a hurtadillas de los niños, impacientes, golosos. Luego vendrán las coliqueras.

Ya sólo nos quedan dos, Ángeles y Ana.


           Vicente Díaz

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