Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
Director: Profesor de la UCA Dr. José Antonio Hernández Guerrero
Coordinación del blog:
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sábado, 26 de noviembre de 2022

De un solo libro

 

 

Tal vez lo sepan los muertos, quizá lo sepan las grayas,

la mañana que me vaya ¿cómo quedará mi casa?

¿Qué será de los espacios desde mis altas ventanas?

¡Cómo sentiré el reproche

de ese libro que abandono en mi mesita de noche!

 

 

De un solo libro

 

 

         No hace mucho me encontré con una cita de Benjamin Disraelí en un artículo a propósito del atentado sufrido por Salman Rushdie en Nueva York. El periodista la había extraído de un discurso pronunciado por el primer ministro de la reina Victoria ante el parlamento: ¡Guárdate de las gentes de un solo libro!

         Lo que quizá no supiera el analista, o al menos no lo dice, es que el político inglés citaba a Tomás de Aquino a quien se atribuye la frase hominem unius libri timeo, “temo al hombre de un solo libro”. Profundizando en el origen de la frase, leo que Santo Tomás pudo haberla tomado de Agustín de Hipona, aunque a Plinio el joven, a Séneca y a Quintiliano, también se les atribuye el origen con ciertas variaciones, caveo por timeo y lectorem o virum para hominem.

         Abundando, extraje la conclusión de que ninguno de estos grandes pensadores habría empleado dicha expresión para reflejar una misma idea, ya que todas las variantes son hijas de su tiempo y reflejo de sus propias sociedades.

         Así, Séneca podría haberla usado para explicar la limitada formación de aquellas personas de escasa lectura. Recordemos que para Séneca la sabiduría era el único objeto en la vida de un hombre. Se podía llegar a ella por muchos medios, se accedía por el pensamiento y la reflexión filosófica, por la razón, pero fundamentalmente a través de los textos. Aquellos que desdeñaban los libros sólo le producían desprecio.

         ¿Qué querría decirnos Plinio? Como naturalista, como hombre de leyes, como pensador.  Probablemente, criticar a aquellos que se especializan en un solo asunto, obviando todos los demás. Alcanzar la maestría en una sola labor limita las posibilidades de progreso en otras y reduce el universo del conocimiento a una parcela de uso particular y rutinario. Plinio, que era tan diverso y tan ecléctico.

         ¿Y Quintiliano, su maestro? Quizás llamaba a precaverse contra los ignorantes. El gran orador y pedagogo siempre defendió que la fórmula más eficaz de enseñanza debía apoyarse en el hábito de la lectura. Limitarla o prescindir de ella condenaba al hombre a la ignorancia. Sin más.

         Pienso, amablemente, en aquel o aquella persona que se ufana con insistencia de haber leído tal o cual libro que citan de forma obstinada, como si no existieran otros, y que nos hace percibir irremediablemente que en realidad no son lectores. Son personas, también estas, de un solo libro.

         San Agustín y Santo Tomás, emplazarían a profundizar en el estudio de los textos, que debiera ser completo, diverso y pío, como medio para alcanzar a Dios. Lo que me lleva a enlazar con Disraelí, pues utilizó esa cita en su discurso, para manifestar el rechazo que le producían aquellas sociedades cuya guía principal eran los preceptos de un libro sagrado. Gentes que no atienden a otras leyes que a las divinas, a otras normas que a las recogidas en ese libro único, que excluye de sus vidas las revelaciones de otros libros o de otros textos y que se opone a su estudio y a su lectura. Fundamentalistas que incluso llegan a denunciarlos, a prohibirlos y a destruirlos. Son, entre otras, las llamadas religiones del Libro. Judíos, cristianos y musulmanes, en algún lugar y momento de la historia, lo han hecho.

         La historia de la humanidad huele a libro quemado.

         Y, aún hay más. Regímenes no religiosos sino políticos, han sometido a millones de personas al terror provocado por las ideas de un libro único. Pensemos en el Libro Rojo de Mao durante la Revolución Cultural China, en el Mein Kampf de Hitler o en el Manifiesto Comunista durante el terror político de la Rusia soviética. Y pienso en Ajmátova y en Tsvetáyeva.

        

 

         Arremetía Disraelí contra la dictadura del pensamiento único que producen estas sociedades y cuyo ejemplo más destacado en la actualidad sea quizás el régimen talibán. Hay otras naciones, mucho más democráticas en apariencia, que utilizan multitud de resortes legales para implantar su ideología extremista y radical.

         Produce inquietud la ola de censura que recorre en estos momentos un país como Estados Unidos, y asombra que, en algunos estados como Texas o Pensilvania, exista un listado de libros prohibidos, vetados en las escuelas y con representaciones de quemas públicas. Autoras como Toni Morrison o Margaret Atwood, escritores como Salinger, Orwell, o John Irving, personajes como Harry Potter, o Alicia en el País de las Maravillas, y libros como Matar a un ruiseñor, o De ratones y hombres de Steinbeck, son considerados peligrosos o subversivos.

         Y entonces, pienso que yo también fui, en algún momento, un hombre de un solo libro. O más bien un niño. Y sonrío al pensar que esta cita de Disraelí, encontrada al azar en un periódico, en el desayuno de un día cualquiera, me ha traído un recuerdo hermoso de mi infancia y me ha trasladado al lugar más querido, a la casa de mis abuelos maternos.

         Mis abuelos eran analfabetos. Mi abuelo era hortelano, y mi abuela hija de arrieros y madre de nueve hijos, que obligados por el éxodo rural marcharon a la ciudad para vivir hacinados en un sobrao, el palomar de una azotea en el barrio de La Viña. Ya habían volado los hijos y vivían solos cuando yo los visitaba o cuando mi madre, por una causa u otra, tenía que dejarme con ellos. Y me encantaba por dos motivos, porque tenían una televisión a color -que en realidad era en blanco y negro, pero le tenían colocada una pantalla de plástico con franjas de colores que a mí me hacía mucha ilusión-, y porque en aquella casa donde nadie podía ni sabía leer, había un libro. Un solo libro. Nunca supe ni cómo llegó allí, ni por qué, ni con quién. Quizá con alguno de mis numerosos primos. Pero hasta que tuve más edad para poder llevar los míos, fue el único libro. Me pasaba horas con él. Al principio, sólo disfrutando de las ilustraciones. Cuando aprendí a leer, y acabé su lectura, fui llevando otros conmigo. Pero aquel, fue único y el primero: Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Un libro prohibido, peligroso, proscrito…, y absolutamente maravilloso. 



                     Juan Manuel Díaz González

martes, 22 de noviembre de 2022

Las escritoras y sus proyecciones de identidad literarias


                                                                                                                                                Dedicado a Charlotte Brontë y a su eterna rebelde Jane Eyre                             

                                                                                                                                                       

 



El pasado verano, dentro de los cursos ofrecidos por la UCA, la profesora Marieta Cantos Casenave, experta en la literatura de los siglos XVIII y XIX, ofreció una conferencia titulada “Identidades y ansias de autoridad de Frasquita Larrea y Cecilia Böhl de Faber”, dentro del homenaje a Fernán caballero como escritora de este 2022. Con su exposición nos dio la oportunidad de aproximarnos al contexto sociocultural de algunas de  las escritoras decimonónicas más conocidas, ofreciéndonos una panorámica de las vicisitudes sociales e incluso familiares que en su inclinación hacia las letras tuvieron que superar como auténticas heroínas de carne y hueso, hacia la lenta emancipación de la autoría de su  propia obra y, con ella, su valoración social desde su condición de mujer de letras y, por tanto, como autoridad intelectual .  

Cartel del Centro Andaluz de las Letras sobre Cecilia Böhl de Faber como autora del año 2022 y su madre, Doña Frasquita Larrea

 

Es a fines del siglo XVIII cuando la figura del autor se potencia y comienza a relacionarse con la de una celebridad, gracias sobre todo a la apreciación del emergente movimiento romántico acerca del ‘genio` o `don’ creativo, incluyendo en este la reconocida ‘capacidad’ notoria de la poética femenina en el cultivo de la poesía.                                                                                                                                                               

Sin embargo, el reconocimiento y aclamación hacia la autoría masculina, durante el convulso siglo decimonónico, dista mucho del camino de obstáculos que la férrea moral burguesa de mediados de siglo deparará a la trayectoria de las escritoras para quienes el término despectivo mujer quill-driver ‒conductora de pluma‒, fue una referencia frecuente a su pretendida intelectualidad. Se criticó su escritura de ficción vendida por dinero asimilándola a la prostitución por la que la escritora se vendía al mejor editor. Sintiendo este estigma sobre sí la escritora inglesa Jane Austen (1775-1817) firma su obra emblemática Sentido y Sensibilidad (1811) con el sello de “By a Lady” (“Por una Dama”), como referencia a la pertenencia social de la autora y por lo tanto apta su lectura por las de damas respetables.  A pesar de ello nunca vio su nombre en la portada de sus libros, delegando en su hermano su autoría.           



Jane Austen


Frente a los valores reconocedores de la heroicidad masculina ‒de laureada intelectualidad académica y protagonismo en el  pasado épico y guerrero de la nobleza‒, auspiciado aun desde el romanticismo historicista con las novelas de caballerías medievales , en la Europa emergente tras las guerras napoleónicas, abierta a los avances tecnológicos y el materialismo comercial y colonialista , alentado a su vez por el pensamiento  positivista, los aspectos espirituales como la religión y la educación en la moral de buenas costumbres se relegan al espacio de la “domesticidad”, dominio de la heroicidad femenina .                

Para la mayoría de las mujeres escritoras la falta de estudios académicos les supuso ir formándose literariamente de forma autodidacta mediante la observación de las actitudes y emociones humanas o bien mediante la lectura en solitario creando su propio lenguaje presidido por la emocionalidad, pero a la vez trasmisor de los patrones asociados a su género de manera que su escritura debía de coincidir con aquello que de ella exigía la sociedad.               

En esta sociedad en pleno apogeo de la modernidad auspiciada por una burguesía alejada de las fantasías ilusorias románticas, con una necesidad expresiva objetiva y realista, la prensa escrita va a tener un protagonismo esencial en la divulgación de nuevas expresiones literarias.                               

La aparición de la prensa rotativa (1843) , con sus tiradas de ejemplares  y el amparo que supuso para los escritores la Ley de Libertad de Imprenta  , consiguen que el periodismo se instituya como el nuevo poder instructivo en la moral y en el entretenimiento procurando el éxito a la denominada ‘ literatura de folletín ‘ al alcance de  la masa de lectores de periódicos. Pero, sobre todo,  va a permitir abrir primeros resquicios al espacio público por las que van a irrumpir artículos y fascículos escritos por mujeres, a pesar de la consideración de la escritura literaria como actividad impropia de la mujer  de acuerdo con un estudio  seudocientífico divulgador de la minusvalía del  débil celebro femenino de naturaleza histérica y neurótica como condicionador de  su creatividad.                                                                                                                                                   

El modo de firmar su autoría para el común de las escritoras fue el de ocultarse bien desde el anonimato o tras un seudónimo masculino que les suponía avalar el mérito de su trabajo literario y mantener su erudición, impropia a la mujer, apodada por ello como ‘literata’, manteniéndose a salvo de difamaciones personales como hizo  Cecilia Böhl de Faber, más conocida como Fernán Caballero.                                                                                                                 

Un conocido ejemplo en Inglaterra son las hermanas Brontë, Emily, Anne y Charlotte, quien diez años antes de publicar Jane Eyre era aconsejada por el poeta laureado Robert Southey acerca de su errada carrera literaria, versando su amonestación en que la literatura no debería ser asunto de la vida de una mujer: “Cuanto más se dedique a sus deberes propios, menos tiempo tendrá para ello, incluso como logro y recreación “.  En mayo de 1846 las tres hermanas publican una colección poética bajo los seudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell señalando a los críticos y sus implícitas burlas, los cuales “usan como castigo el arma de la personalidad (…) y en recompensa, un halago que no es un verdadero elogio “.




 Diez años más tarde en 1856 Mary Ann Evans, conocida como George Eliot, critica la escritura novelística femenina definiendo como cualidad particular la afectación y la tontería, surgida “desde esa especie de mente y sombrerería”.  Se convierte en una de las voces literarias que revindican centrarse en una temática más auténtica y original distinta al sempiterno sentimentalismo y su afán moralizante, convirtiéndose en portavoz de una identidad femenina autónoma que señala a las demás escritoras los perjuicios que las atrapa en su propia ideología conservadora. 


George Eliot


Dentro del panorama literario español de la época, la figura de la escritora isabelina aún justifica su creación literaria como medio para la labor docente y aleccionadora de jovencitas. Como ejemplo de ello es el prólogo escrito por Ángela Grassi (1826-1883) para la obra de Blanca de Gassó (1846-1877), Corona de la infancia. Lecturas poéticas y canciones para niños (1867) en la que la autora acercaba ‘lo popular’ propio de la segunda etapa del romanticismo con la religión tradicional. Por su parte, Pilar Sinués de Marco, autora de El Ángel del hogar (1881) y colaboradora del periódico conservador La guirnalda, pone el acento sobre la defensa de la escritora española como aquella que “escribe meciendo la cuna con su pie mientras sus hijos duermen” oponiéndola a ‘ una George Sand ‘ , es decir , “ como escribir tras una noche de aventuras “. Sin embargo, en 1875 se traduce al español la obra Lelia en el nº 75 de La Guirnalda y a la muerte de la escritora francesa en el nº 20 de 1876 este periódico le dedica un gran reconocimiento póstumo como una autora digna de ser traducida.


George Sand

 



         Blanca de Gassó

    Pilar Sinués de Marco

          Ángela Grassi

 

Julia Codorníu (1854-1906), encarnó al arquetipo de autora decimonónica que además es editora y por tanto, se hace profesional de la escritura. Es la autora de Ensayos poéticos (1882) desde la que se suma a la renovación de los temas convencionales propios de la poesía de mujer cultivados por Pilar Sinués o Faustina Sáez de Melgar, convirtiéndose en el blanco de las críticas del librepensador, periodista y crítico literario Antonio Cortón, apodado como el demonio “Mefistófeles”, quien gustaba de la hilaridad sobre la figura de la ‘literata‘ y autor de de La literata. Agua fuerte (1883) estaba convencido de que la caricatura y la risa actúan como auténticas armas de escarnio, como instrumento certero de vejación y aniquilación da la escritora víctima.    

 




Julia Codorniú

Faustina Sáez de Melgar

Caricatura de Antonio Cortón

 

De modo que es en la segunda mitad de la centuria cuando la escritura de mujer comienza a ser reconocida como actividad profesional que incluso le permite emanciparse económicamente,  como así fue también para Ángela Grassi , escritora y editora de su propia obra, considerándose libre del estigma de  ‘mujer de pluma’ ,  instrumento con el que gustaban posar las escritoras  al ser retratadas por prestigiosos pintores de la época como Madrazo.                                                                                                                                                                 

Van a ser las escritoras de esta postrimería del siglo las pioneras en romper el estereotipo de la mujer “literata”, gracias en parte a su estrategia vital que le facilita convivir con el discurso sociocultural imperante y sobre todo a su propia trayectoria creadora con una temática propia que refleja un nuevo modelo de feminidad, por la que van “rompiendo los moldes” establecidos abriendo un espacio de presencia propio en los periódicos, revistas o en tertulias literarias. Un espacio público por el que avanzan en sus disidencias acerca de los patrones que acogen a una intelectualidad femenina deudora de la autoridad masculina. Un espacio de voz literaria “en donde encajar su propia sensibilidad y su propio imaginario literario” (M. Cantos) y sobre el cual proyectar sus aspiraciones políticas, ofreciendo el discurso que precogniza  la emancipación de la mujer en la literatura.

Aunque lentamente fueron quitándose las máscaras, mostrando su rostro tal como sintieron y vivieron, sin seudónimos, como defendió Virginia Woolf en su ensayo A Room of One’s Own (1929): “cubrirse usando el nombre de un hombre (…) es rendirse a la convicción implantada por los escritores masculinos, generosamente alentadas por las escritoras”. No obstante, el seudónimo supuso el mejor escudo protector ante una sociedad española en la que la mujer carecía de identidad jurídica, por lo tanto de voto, y menos aún tenía presencia como autoridad en la opinión pública.

 

Virginia Woolf

 

Será Virginia Woolf quien en 1929 clame públicamente las injusticias a las que se enfrentaron las escritoras decimonónicas afirmando que la vida de esas mujeres debe de ser conocidas, sus libros leídos, estudiados, valorados y disfrutados.



Cumpliendo con fidelidad su deseo      

                                                                                                            

Aurora Romero

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