“Libertad” es una de esas
palabras fetiches que, repetidas hasta la saciedad en nuestra sociedad y
prodigadas permanentemente en nuestra cultura, despiertan en nosotros profundas
resonancias emotivas y suscita complejas energías vitales. Es, también, uno de
esos términos tópicos que, a veces cargados de vulgaridad, de imprecisión y de
codicia, enarbolan como bandera de enganche los regímenes ideológicamente más
opuestos: todos están convencidos de su singular capacidad para seducir a
amplias masas de población. Esta es, en consecuencia, una de las expresiones
que, cuando las contrastamos con la realidad, nos suelen desilusionar
profundamente. Le ocurre como al aire que, aunque es necesario para sobrevivir,
sin embargo, no es suficiente para alimentarnos.
Estoy de acuerdo en que
la libertad es un derecho natural de todos los seres humanos, una aspiración
permanente tanto de los que carecen de ella como de los que pretenden
aumentarla, pero también hemos de reconocer que por sí sola no garantiza la
obtención de los demás bienes ni la consecución del resto de los derechos
humanos: libertad no es sinónimo de bienestar. En la práctica solemos olvidar
que no es un objetivo final sino una condición indispensable para lograr otros
fines más valiosos y más necesarios: todos conocemos a seres que, a pesar de
ser libres, carecen de los medios indispensables para vivir de una manera
plenamente humana de acuerdo con esa dignidad que, a veces, sólo es una mera
declaración teórica.
Hemos de reconocer
también que la libertad plena es utópica porque está frenada no sólo por las
barreras políticas y por las convenciones sociales sino, también, por las
represiones personales: por la censura institucional y por la autocensura ideológica.
Este valor tan apreciado por todos nosotros, a menudo está oscurecido por los
abusos de los poderosos y por el salvajismo de los políticos que, en reiteradas
ocasiones, han desembocado en catástrofes sangrientas, en manipulaciones
caprichosas y en propuestas sádicas que han conducido a la barbarie, a la
brutalidad, al caos y a la destrucción.
Nuestra sociedad
-aparentemente tan permisiva- también tiende a reducir el espacio de libertad de
las personas, porque nos llena de exigencias que debemos cumplir para que
encajemos en este mundo a veces tan injusto y tan irracional. El individuo, por
estar inmerso en una sociedad que no admite diferencias, se siente obligado a
reprimir sus propias ideas para evitar desentonar y ser rechazado por
anacrónico, exótico, raro, extraño o, incluso, antisocial.
Estoy convencido de que la
autocensura es aún más fuerte que la presión social; como todos sabemos, nos
bloquea los pensamientos y las aspiraciones, la parte más auténtica de nuestro ser.
Si es cierto que el ambiente nos impide sacar a flote nuestra personalidad,
también es verdad que, aún más difícil que romper le barrera social, nos
resulta saltar por encima de algunos hábitos gratuitos o de convicciones
injustificadas. Hemos de reconocer, sin embargo, que, en ocasiones, desligarnos
de algunos vínculos que nos constriñen, implica atarnos con otras ataduras más
estrechas que las primeras, amarrarnos con unas correas que nos alienan y nos
enajenan.
Recordemos que la
libertad consiste en librarnos de la esclavitud, en romper unas ataduras
físicas, jurídicas o emocionales que nos convierten en propiedad de otra
persona o de una institución, de un objeto o de un hábito. Hemos de reconocer
que, a pesar de todos los progresos, la esclavitud aún no ha sido totalmente
abolida ni en la sociedad ni en la familia ni, sobre todo, en el fondo de
nuestra conciencia.
José Antonio Hernández Guerrero
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