Estaba
yo planchando un montón de ropa y echando de menos el buen tiempo cuando me
acordé de las judías verdes que se estaban cociendo en la olla exprés. Solté la
plancha y corrí hacia la cocina, que me recibió con el vapor y el intenso y no
muy agradable olor que las condenadas desprendían. Aunque actualmente las
salteo con ajo, pimentón de la Vera y taquitos de jamón, considero que todos
estos aderezos no son sino disfraces impuestos en aras del presunto cuidado de
nuestro cuerpo. Lo cierto es que ese olor me trasladó a mis días infantiles,
cuando la comida del mediodía se componía de unas verdísimas judías aplastadas,
que seguramente solo tendrían ajo porque el jamón lo dejábamos para ocasiones
especiales. Pues allí estaba yo un día a mis nueve años mareando un tenedor en
el plato y mamá a punto de enfadarse porque ya mis hermanos mayores y papá
estaban por la naranja.
─Mamá,
no tengo hambre.
―No
pasa nada ―me dijo ella con los dientes apretados ―. No es necesario que comas
sin hambre.
Yo
pensaba que me ofrecería otra cosa, pero no fue así, de manera que ese día por
la tarde salí para el colegio sólo con el material escolar en el cabás, sin una
perra gorda ni cualquier cosa que llevarme a la boca. Las dos horas de clase se
me estiraron como un chicle Bazooka. Si hasta temía que el ruido de mis tripas
se oyera más que la voz de doña Engracia que intentaba explicarnos, sin mucho
éxito por lo que a mí respectaba, cómo se cosía la vainica en el dobladillo del
tú y yo de panamá.
De
vuelta a casa, al pasar por el bar del señor Ramón, la boca se me hizo agua.
¡Ay, cómo olían las tapas que su mujer preparaba! Mi falta de liquidez hizo que
pasara de largo corriendo. Sin duda, mamá me aguardaba con un bocadillo de
sardinas en aceite, o un trozo de chocolate con pan. En casa solo estaba mi
hermana. Fui directa al comedor, pero nada; luego, a la cocina, al armario de
pie verde agua donde guardábamos las provisiones, pero allí no se encontraba mi
objeto del deseo; por fin, a la última posibilidad, a la alacena. Abrí sus
puertas de par en par y lo hallé envuelto en papel de estraza gris, depositado
sobre un plato. Tomé el plato con la saliva sobrepasándome la comisura de los
labios. Cuál no sería mi sorpresa, cuando al desenvolverlo vi entre las dos
rebanadas de pan una larga, aplastada y verde judía verde, valga la
redundancia. Me quedé helada, con el estómago emitiendo señales de inanición.
Entonces me dije: ‹‹Seguro que no estará tan malo›› y le di un mordisco grande.
La verdad es que me supo mejor que cualquier bocadillo de jamón o chorizo.
Mi
madre tenía una inteligencia mucho más aguda de lo que yo pensaba, sin duda: lo
que ahora llamamos una gran inteligencia emocional
Guadalupe Pereira Bueno
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