Lo escribe en su cuaderno antes de dormir. Después,
durante el sueño, revive su historia emprendiendo el mismo sendero de siempre:
el del cementerio. Cada noche, unos pasos de maniquí, inconscientes, lo sitúan
al pie de la tapia: es cuando sueña despertar. Ella tapa con pudor los
desconchones de su abandono, y lo acoge cubierta de verdor madreselva, como al
amparo de una oscuridad huérfana de luna. Él nunca trepa por las ramas de la
planta: le parecen tan tiernas que no quiere deshacer entre sus manos las bayas
rojizas que explotarían al ser manoseadas, aturdiendo a quien lo espera, si
lamiera sus manos. Mucho menos, destapar a destiempo la fragancia secreta que
esconde su inflorescencia. Perfume reservado para la noche, cuando el viento
aparece y acaricia las corolas, capaces, por sí solas, de embriagar el hechizo
al ser rozadas. Desposeyéndolo entonces de su noctámbula lucidez, obtenida a
través del conocimiento y de mil noches de insomnio.
Por eso decide ir hacia la esquina y trepar por el
limonero. Allí resulta más accesible el tejadillo que corona la tapia: la
atalaya del sabio, donde lo espera su amigo con ojos de gato: el maestro, en
cuyas pupilas, brilla la sabiduría que él adquiere y que nadie ha sido capaz de
imaginar. Esta noche, como tantas, se mirarán mudos, observando el despertar de
la luna, que hoy, alarga la sombra de los cipreses hasta la esquina del
limonar. Será cuando el perfume de la madreselva ilumine sus sentidos y
asimile, entonces, la lección diaria llegada desde los ojos del minino.
Habrán de terminar antes de que el frío comience su
ronda. Unas veces lo despertará el aullido del felino, otras, lo hará la luz
que brota al cruzarse la noche con el alba. En estos casos, regresará deshaciendo
los pasos de la inconsciencia maniquí, la de la noche anterior. Sin evitar las
miradas recelosas de los vecinos que, en demanda de sus quehaceres campestres,
lo verán subir bajo los girones de su camisón sucio, manchado por la flor del
limonero, con el rostro desencajado por el conocimiento adquirido, y subiendo
como un lamento, camino del cementerio arriba: un alma surgida entre el verdor
de la madreselva—lo imaginan—. Si él saluda, los otros apenas responden,
rehuyéndolo o apurando el paso. Se encerrará con llave tras la puerta de su
casa, e inmerso un día más entre sus libros, querrá absorber machacón todo lo
aprendido sobre la tapia, y llegado el crepúsculo, se pondrá a escribir una
historia de la que aprenderá todo cuanto sea capaz de imaginar en ella.
Embriagado por un perfume de lonicera, los ojos de un gato y la
complicidad del viento.
Manuel Bellido Milla.
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