En estos últimos días del
año, leo el texto con el que nos ilustra el profesor José Antonio Hernández
sobre las distintas corrientes del romanticismo, la liberal y la tradicional.
Ambas corrientes se encuentran en el Cádiz doceañista. El romanticismo temprano,
conservador, católico y tradicionalista, penetra en la península por Cádiz, de
la mano de Juan Nicolás Böhl de Faber, cónsul alemán en la ciudad, y por medio
de las tertulias ilustradas, como la que tenía lugar en su casa, teniendo como
anfitriona a su esposa Francisca Larrea, ejemplo de mujer ilustrada del Cádiz
decimonónico. Su hija Cecilia también lo sería. La de Doña Frasquita, fue la
más famosa de las tertulias románticas del Cádiz de las Cortes.
Paseando entre las
publicaciones del Cádiz del XIX, leo sobre la estancia en la ciudad de Lord
Byron en 1809. Ideal de viajero romántico, se desató en elogios a la ciudad e
incluso llegó a dedicar un poema “la chica de Cádiz” a una bonita joven que
conoció en la ópera.
Más interés me produce otro hecho, por desconocido, cuando doy con un ejemplar de El Comercio que, en su edición del 31 de diciembre de 1844, anuncia para esa tarde un recital, nada más y nada menos que, de Franz Liszt. Un joven virtuoso con el que se hacen un lío en el apellido.
Liszt recorre España, ese
año de 1844, en una gira de seis meses que finaliza en Cádiz. De aquí marcha a
Lisboa. Llega huyendo de su mujer y tiene 33 años.
Interesado, busco más información
sobre ello. Leo cómo el compositor refleja en su correspondencia la impresión
que le produjo la Catedral de Sevilla. De allí, marcha a Cádiz, bajando por el
Guadalquivir, a donde llega en vapor la mañana del 31 de diciembre.
Presencia en la ciudad el
cambio de año y, aquí, interpreta sus tres primeros conciertos de 1845. Un día
antes, en nochevieja, interpreta otro en el Liceo Artístico y Literario,
ubicado en la calle del Empedrador –luego Arbolí-, en la conocida como Casa de
la Camorra, donde antes había estado instalada la Sociedad Económica de Amigos
del País.
Allí, a principios de
siglo, se levantó el Teatro de la Ópera Italiana, una estructura de madera de
cuatro alturas con entrada desde lo que hoy es la Plaza de las Flores.
Desaparecido el Liceo, se instala el Ateneo.
Los otros tres conciertos
los daría en el Teatro Principal, en el Palillero.
He buscado algún registro
en el que el compositor cuente algo sobre su estancia en Cádiz. He hurgado en
su correspondencia y en los periódicos gaditanos de esos días, pero, al
contrario que con Byron, no he encontrado nada.
Y, bueno, aunque la fecha
era complicada y no es difícil suponer la locura de ciudad un día como ese, no
es desdichado imaginar que lo que el húngaro pudo haber querido contar en su bonita
lengua, y pido disculpas por la traducción, fue realmente esto…
31
de diciembre de 1844
Me
dirijo a Cádiz después de una travesía, apacible y serena, por el Guadalquivir.
La
calma es extraordinaria.
Me
dijo Ráyneval, que sería un espectáculo ver desde la bahía las cien torres con
las que recibe Cádiz a los viajeros. Bueno, las hubiera podido ver de no haber
saltado un viento formidable, que casi vuelca el vapor y que no me ha dejado
nada en el estómago.
A
mi llegada, a pesar de estar avisado, no me esperaba el cónsul y no había forma
de hacerme entender. Sólo me ha hecho caso un niño, de no más de diez años, descalzo
y desarrapado que ha salido corriendo en cuanto me ha escuchado hablar.
Para
mi sorpresa, ha reaparecido media hora después sentado en el pescante de un
carro, sonriéndome.
Casi
no me lo creía.
El
cochero ha tomado mis cosas y hemos salido del puerto. Tras pasar frente a la
imponente alcaldía y por la catedral en obras, me ha dejado en una casa de
huéspedes en la calle que llaman de La Compañía.
He
recompensado al chico. Le he dado algo más de dinero, señalando sus pies, para
que se compre unos zapatos.
A
las 7 es el recital. Llego con el tiempo justo para instalarme. Parece que el
teatro no queda lejos de aquí.
La
noche más vieja se ha hecho enseguida.
…
El
concierto me ha quedado impecable, pero había cierto jaleo entre el público
que, por alguna razón, habla a gritos.
No
esperaré la cena. Me voy a dormir. Estoy rendido.
1
de enero de 1845
No
he pegado ojo en toda la noche. Tengo los nervios descosidos. El murmullo de la
muchedumbre ha sido un tormento y ese viento del diablo entraba por la calle
como un filo sarraceno, quizá por ser de los Jesuitas. Como no había manera de
encajar el cierro del balcón, el aire ha entrado y salido de la habitación
durante toda la noche, aullando y gimiendo como un moribundo.
En
el desayuno, tomo el mejor café que quizá haya probado. Después, ha aparecido
el cónsul pidiendo disculpas. Mil asuntos, dijo. A mis lamentos, dio por lógica
la “bulla” de la calle, que es como ha llamado al jolgorio de esta noche.
De nuevo en mi habitación, salgo al balcón
para ver si el viento ha amainado. Desde la calle, echado en la pared, me
saluda el niño, sonriente, señalando sus zapatos.
Decido
bajar y dar un paseo. El chico me sale al encuentro y me tira de la chaqueta.
Hace gestos y zapatea con los pies. Me dejo llevar.
En
una calle cercana, me introduce en un establecimiento. Unas covachas con arcos,
que se abren a salas, donde el humo y el olor a vino casi se pueden cortar.
Allí, tengo una de las más extraordinarias experiencias que recuerdo.
Gitanas,
que bailan entre guitarras y cantos, en unas danzas maravillosas que me
recuerdan a mi país. Caigo hechizado y me sirven un vino, dulce como esos
brazos que dibujan en el aire.
Con el vino se me abre el apetito.
Vuelvo para comer y descansar un poco.
En mi habitación se ha instalado el
sol. Ahora hace calor, y el tiempo y la vida parecen haberse detenido. No hay
ruido. Ni voces. Todo duerme. Bendita siesta.
2
de enero de 1845
Estoy
contento con el concierto de ayer en el Principal. Este ya pareció otra cosa.
La gente fue más respetuosa, aunque sigo notándola demasiado inquieta. Debe ser
por este viento enloquecido, que no da tregua. De nuevo ha venido el cónsul,
esta vez acompañado por el alcalde. Me han invitado a comer.
Cuando
entraba por la calle que llaman del veedor he podido ver, por el rabillo del
ojo, al niño de los zapatos.
¡Qué
buen vino tienen estas gentes! Más salazones, guisos y aliños para torturar mi
estómago. Cuando marchaba, he dicho al dueño que un chico entraría a recoger el
resto de la comida. Me ha hecho una mueca extraña. Al salir, he indicado con un
gesto al niño que entrara.
Descansaré
un poco hasta el concierto. Bendita siesta.
3
de enero de 1845
El último recital ha sido el mejor.
Habrá influido que fuera matinal. Me ha parecido que la gente estaba menos
alborotada, a pesar de que aún no se ha marchado este viento que vuelve loco a
cualquiera. No he visto nada igual.
He decidido que el chico me lleve esta
tarde a dar un paseo por la ciudad.
Este
lugar es precioso. Todo es luz. Todo es piedra. Todo es mar. He visto un
hermoso atardecer en una playa pequeña y resguardada, que me ha inspirado unos
compases que podría incorporar a mi último rondó. “Molto agitato”, como este
viento.
Le pido al chico que me lleve, de
nuevo, a ese establecimiento donde bailan las gitanas. Es mi última noche y me
apetece compañía.
De
nuevo, me embriago de esas danzas y sones que me devuelven a mi tierra.
4
de enero de 1845
Parto
hacia Lisboa. Puntual y sentado en el carro me espera el chico. Agradecido y
generoso, me despido de él en el puerto. Cuando salimos de la bocana,
sorprendentemente, el viento desaparece en un suspiro.
…
Y, echado sobre la borda,
pudo ver cómo le decían adiós las cien torres de Cádiz en un espectáculo de
calma, luz y color, de una belleza indescriptible que, sin embargo, intentaría
expresar esta noche en su diario.
De haber podido hacerlo.
Porque sentado en una de aquellas azoteas que divisaba a lo lejos, blancas como
pañuelos, un niño observaba las letras tan extrañas escritas en aquella libreta
de piel, mientras pensaba en el extranjero y miraba sonriente sus zapatos
nuevos.