Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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jueves, 29 de diciembre de 2022

El niño de los zapatos


En estos últimos días del año, leo el texto con el que nos ilustra el profesor José Antonio Hernández sobre las distintas corrientes del romanticismo, la liberal y la tradicional. Ambas corrientes se encuentran en el Cádiz doceañista. El romanticismo temprano, conservador, católico y tradicionalista, penetra en la península por Cádiz, de la mano de Juan Nicolás Böhl de Faber, cónsul alemán en la ciudad, y por medio de las tertulias ilustradas, como la que tenía lugar en su casa, teniendo como anfitriona a su esposa Francisca Larrea, ejemplo de mujer ilustrada del Cádiz decimonónico. Su hija Cecilia también lo sería. La de Doña Frasquita, fue la más famosa de las tertulias románticas del Cádiz de las Cortes.

Paseando entre las publicaciones del Cádiz del XIX, leo sobre la estancia en la ciudad de Lord Byron en 1809. Ideal de viajero romántico, se desató en elogios a la ciudad e incluso llegó a dedicar un poema “la chica de Cádiz” a una bonita joven que conoció en la ópera.

Más interés me produce otro hecho, por desconocido, cuando doy con un ejemplar de El Comercio que, en su edición del 31 de diciembre de 1844, anuncia para esa tarde un recital, nada más y nada menos que, de Franz Liszt. Un joven virtuoso con el que se hacen un lío en el apellido.






 

 

 








Liszt recorre España, ese año de 1844, en una gira de seis meses que finaliza en Cádiz. De aquí marcha a Lisboa. Llega huyendo de su mujer y tiene 33 años.

Interesado, busco más información sobre ello. Leo cómo el compositor refleja en su correspondencia la impresión que le produjo la Catedral de Sevilla. De allí, marcha a Cádiz, bajando por el Guadalquivir, a donde llega en vapor la mañana del 31 de diciembre.

Presencia en la ciudad el cambio de año y, aquí, interpreta sus tres primeros conciertos de 1845. Un día antes, en nochevieja, interpreta otro en el Liceo Artístico y Literario, ubicado en la calle del Empedrador –luego Arbolí-, en la conocida como Casa de la Camorra, donde antes había estado instalada la Sociedad Económica de Amigos del País.

Allí, a principios de siglo, se levantó el Teatro de la Ópera Italiana, una estructura de madera de cuatro alturas con entrada desde lo que hoy es la Plaza de las Flores. Desaparecido el Liceo, se instala el Ateneo.

Los otros tres conciertos los daría en el Teatro Principal, en el Palillero.

 

He buscado algún registro en el que el compositor cuente algo sobre su estancia en Cádiz. He hurgado en su correspondencia y en los periódicos gaditanos de esos días, pero, al contrario que con Byron, no he encontrado nada.

Y, bueno, aunque la fecha era complicada y no es difícil suponer la locura de ciudad un día como ese, no es desdichado imaginar que lo que el húngaro pudo haber querido contar en su bonita lengua, y pido disculpas por la traducción, fue realmente esto…

 

 

31 de diciembre de 1844

 

Me dirijo a Cádiz después de una travesía, apacible y serena, por el Guadalquivir.

La calma es extraordinaria.

Me dijo Ráyneval, que sería un espectáculo ver desde la bahía las cien torres con las que recibe Cádiz a los viajeros. Bueno, las hubiera podido ver de no haber saltado un viento formidable, que casi vuelca el vapor y que no me ha dejado nada en el estómago.

A mi llegada, a pesar de estar avisado, no me esperaba el cónsul y no había forma de hacerme entender. Sólo me ha hecho caso un niño, de no más de diez años, descalzo y desarrapado que ha salido corriendo en cuanto me ha escuchado hablar.

Para mi sorpresa, ha reaparecido media hora después sentado en el pescante de un carro, sonriéndome.

Casi no me lo creía.

El cochero ha tomado mis cosas y hemos salido del puerto. Tras pasar frente a la imponente alcaldía y por la catedral en obras, me ha dejado en una casa de huéspedes en la calle que llaman de La Compañía.

He recompensado al chico. Le he dado algo más de dinero, señalando sus pies, para que se compre unos zapatos.

A las 7 es el recital. Llego con el tiempo justo para instalarme. Parece que el teatro no queda lejos de aquí.

La noche más vieja se ha hecho enseguida.

El concierto me ha quedado impecable, pero había cierto jaleo entre el público que, por alguna razón, habla a gritos.

No esperaré la cena. Me voy a dormir. Estoy rendido.

 

1 de enero de 1845

 

No he pegado ojo en toda la noche. Tengo los nervios descosidos. El murmullo de la muchedumbre ha sido un tormento y ese viento del diablo entraba por la calle como un filo sarraceno, quizá por ser de los Jesuitas. Como no había manera de encajar el cierro del balcón, el aire ha entrado y salido de la habitación durante toda la noche, aullando y gimiendo como un moribundo.

En el desayuno, tomo el mejor café que quizá haya probado. Después, ha aparecido el cónsul pidiendo disculpas. Mil asuntos, dijo. A mis lamentos, dio por lógica la “bulla” de la calle, que es como ha llamado al jolgorio de esta noche.

         De nuevo en mi habitación, salgo al balcón para ver si el viento ha amainado. Desde la calle, echado en la pared, me saluda el niño, sonriente, señalando sus zapatos.

Decido bajar y dar un paseo. El chico me sale al encuentro y me tira de la chaqueta. Hace gestos y zapatea con los pies. Me dejo llevar.

En una calle cercana, me introduce en un establecimiento. Unas covachas con arcos, que se abren a salas, donde el humo y el olor a vino casi se pueden cortar. Allí, tengo una de las más extraordinarias experiencias que recuerdo.

Gitanas, que bailan entre guitarras y cantos, en unas danzas maravillosas que me recuerdan a mi país. Caigo hechizado y me sirven un vino, dulce como esos brazos que dibujan en el aire.

         Con el vino se me abre el apetito. Vuelvo para comer y descansar un poco.

         En mi habitación se ha instalado el sol. Ahora hace calor, y el tiempo y la vida parecen haberse detenido. No hay ruido. Ni voces. Todo duerme. Bendita siesta.

 

2 de enero de 1845

 

Estoy contento con el concierto de ayer en el Principal. Este ya pareció otra cosa. La gente fue más respetuosa, aunque sigo notándola demasiado inquieta. Debe ser por este viento enloquecido, que no da tregua. De nuevo ha venido el cónsul, esta vez acompañado por el alcalde. Me han invitado a comer.

Cuando entraba por la calle que llaman del veedor he podido ver, por el rabillo del ojo, al niño de los zapatos.

¡Qué buen vino tienen estas gentes! Más salazones, guisos y aliños para torturar mi estómago. Cuando marchaba, he dicho al dueño que un chico entraría a recoger el resto de la comida. Me ha hecho una mueca extraña. Al salir, he indicado con un gesto al niño que entrara.

Descansaré un poco hasta el concierto. Bendita siesta.

 

3 de enero de 1845

 

         El último recital ha sido el mejor. Habrá influido que fuera matinal. Me ha parecido que la gente estaba menos alborotada, a pesar de que aún no se ha marchado este viento que vuelve loco a cualquiera. No he visto nada igual.

         He decidido que el chico me lleve esta tarde a dar un paseo por la ciudad.

Este lugar es precioso. Todo es luz. Todo es piedra. Todo es mar. He visto un hermoso atardecer en una playa pequeña y resguardada, que me ha inspirado unos compases que podría incorporar a mi último rondó. “Molto agitato”, como este viento.

         Le pido al chico que me lleve, de nuevo, a ese establecimiento donde bailan las gitanas. Es mi última noche y me apetece compañía.

De nuevo, me embriago de esas danzas y sones que me devuelven a mi tierra.

 

4 de enero de 1845

 

Parto hacia Lisboa. Puntual y sentado en el carro me espera el chico. Agradecido y generoso, me despido de él en el puerto. Cuando salimos de la bocana, sorprendentemente, el viento desaparece en un suspiro.

 

 

Y, echado sobre la borda, pudo ver cómo le decían adiós las cien torres de Cádiz en un espectáculo de calma, luz y color, de una belleza indescriptible que, sin embargo, intentaría expresar esta noche en su diario.

 

De haber podido hacerlo. Porque sentado en una de aquellas azoteas que divisaba a lo lejos, blancas como pañuelos, un niño observaba las letras tan extrañas escritas en aquella libreta de piel, mientras pensaba en el extranjero y miraba sonriente sus zapatos nuevos.

 

                 Juan Manuel Díaz González

 

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