Su
nombre es Maripuri, pero se tenía que haber llamado Maritonti, porque tiene un
punto, ¿cómo decirlo para que no resulte ofensivo?, tiene un punto iluso, que
me pone de los nervios. Vive con su madre, doña Engracia, con Andrés, su marido
y con su hija Piluca. Familia ultracatólica donde las haya, todos, sin
excepción han sido educados en el temor al pecado. Resultan en conjunto una
escenificación del miedo: miedo a hablar, miedo a sentir, miedo a vivir, miedo
al infierno y, sobre todo, miedo al miedo.
La
infancia de esta bella mujer estuvo acompañada de oraciones antes de dormir, al
estilo de: “Bendita sea mi pureza, eternamente lo sea” o comentarios como: “no
te mires al espejo que ahí está el demonio”. Educación adoctrinada, oscuridad, confesiones
y arrepentimientos.
Maripuri
tiene prohibido emplear métodos anticonceptivos, tiene prohibido sentir placer,
pero tiene la obligación y el deber de complacer a su pareja. Ella lo asume con
sumisión negándose, por temor al pecado, a soñar o a fantasear. Un día, cuando pretendía
contactar con la presidenta del grupo de mujeres devotas “Sagrado Corazón de
Jesús” de la parroquia, apareció en su teléfono un banner que la tentó, porque lo que Maripuri no sabe es que su móvil
la conoce mejor que ella misma, la espía, la controla, indaga en su perfil, en sus
gustos y hasta se adelanta a sus pensamientos y deseos. Los cookies hicieron el resto, tras un
machaqueo publicitario recurrente y continuo, Maripuri cayó en la tentación.
Después de cliquear en la tecla pagar, sintió que había cometido un pecado, no
sabía si venial o mortal, pero pecado era. Lo cierto y real y es, sin casi
pretenderlo, había comprado un Satisfayer.
Al
día siguiente, cuando sonó el timbre, sintió pánico porque su madre estaba
cerca de la puerta, se enteraría de la indecente entrega y se armaría el belén.
—¿Quién
es? —preguntó la entremetida de la anciana.
—Es
un libro de oraciones —mintió Maripuri, siendo consciente de que incurría en
otro pecado. Ya llevaba tres: la compra, la mentira, la entrega y faltaba el
peor, la ejecución del acto.
Buscó
el momento propicio para acometer su tropelía: siesta del sábado, la niña no
estaría y su marido y su madre roncarían con la película serie b de la
sobremesa. Cuando escuchó los primeros resoplidos, era consciente de que
disponía de, al menos, media hora para probar su juguete erótico, entró en la
única habitación de la casa que tenía pestillo: el cuarto de baño; se llevó
champán y hasta música provocativa para motivarse. Cuál sería su sorpresa
cuando ya en el ajo y en tan solo quince segundos, sintió que la cabeza le iba
a mil y que por ahí abajo empezaba… la feria de abril, por describirlo poéticamente.
Bueno,
llegado este punto, es mejor que me presente; aunque lo pudiera parecer, no soy
el narrador, tan solo soy el espejo del váter. Desde que me colocaron, hace ya
veinte años, he sido testigo de los toqueteos de la niña, el padre y hasta de
doña Engracia que, por supuesto, sabe que el artefacto erótico festivo hay que
ponerlo a velocidad mínima, porque sus efectos son casi instantáneos y es que
Maripuri se tenía que haber llamado Maritonti. Ya te digo.
Yayo Gómez
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