«El verdadero misterio del mundo es lo visible, no
lo invisible.»
Oscar Wilde
Sí,
las recuerdo bien. Me refiero a las historias de miedo que mi abuela Milagros
nos contaba de niños las noches de estío en El Puerto de Santa María. Historias
basadas en leyendas que, transmitidas de generación en generación, habían
calado entre las gentes que habitaban este pueblo de pescadores, hoy convertido
en una próspera ciudad bodeguera y
turística.
Con
el rumor de fondo del viento de poniente, mis primos y yo nos sentábamos a la
fresca en torno a ella, arremolinados en los bancos de madera que había en el
zaguán de su corrala, y escuchábamos con
atención.
Mi
abuela nos hablaba de los espectros y fantasmas que habitaban los cien palacios
del pueblo que en su día pertenecieron a los cargadores de Indias; marinos y
piratas que se dedicaban a mercadear con todo tipo de productos: metales
preciosos, gemas del Nuevo Mundo, especias y semillas de frutas exóticas. Hombres
fieros y ambiciosos que, además, construyeron en El Puerto estas casas
señoriales, auténticos palacios donde almacenaban sus mercancías y realizaban
sus lucrativas transacciones mercantiles recurriendo a todo tipo de tretas y
artimañas.
Recuerdo,
sobre todo, una historia, por aquella palabra tan rara que dijo mi abuela y,
también, por la casa, ésa que tantas veces vería después con otros ojos en mis
paseos de niño: era La Casa-palacio de los Leones, construida en 1790 y
restaurada en 1999. De estilo barroco,
con una hornacina que alberga a la Virgen de la Escalada, de origen montañés, y
un bello pórtico flanqueado en sendas pilastras por dos leones de leyenda...
Durante
los siglos XVII y XVIII, nos contaba toda orgullosa, la villa se llenó de
veedores, administradores de aduanas reales, contadores, proveedores de
galeras, familias de origen vasco y montañés, gentes todas con una desahogada
posición social. Las naves de cargadores traían las sedas de Francia, los paños
de Inglaterra y Escocia, la lencería fina de Holanda, el papel y las finas
pieles curtidas de Génova, el cristal de Austria, el mármol de Carrara, las
maderas exóticas de América…
Y
es que, como supe más tarde, desde los orígenes de la empresa americana, la
villa de El Puerto había desempeñado un papel destacado. Además de un importante
puerto pesquero, al ser exportador de los productos de la zona, allí se habían
instalado comerciantes nacionales y extranjeros, que se dedicaron a cosechar
vino, aceite, sal, vinagres y aguardientes. El auge y desarrollo de la zona fue,
sin duda, decisivo en el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz
en 1717.
Sin
embargo, esta época dorada de la que nos hablaba mi abuela Milagros, en la que
los ricos cargadores de indias competían unos con otros por tener la mejor casa
y los muebles más ostentosos, terminó abruptamente con la vuelta de la Casa de
Contratación a su ubicación primigenia. A partir de entonces, las casas-palacio,
otrora habitadas por los cargadores de indias, se empezaron a llenar de vecinos
procedentes de las comarcas agrarias del interior, gentes sencillas que, al
carecer de recursos materiales para mantenerlas, pronto sufrirían en carne
propia el deterioro de sus muros y… «la jindama en sus corazones», recuerdo que
nos dijo muy seria después de una breve pausa.
—¿Jindama?
¿Qué es eso? — recuerdo que le preguntamos todos al unísono.
—Ahora
lo veréis… —nos había respondido ella aquella noche antes de proseguir con su
relato…
Mila,
la guapa joven que vivía junto a otros vecinos de su misma condición en la
planta baja de la Casa-palacio de los Leones, la conocía bien. Se la infundía
sin tregua el administrador, que habitaba en la planta de arriba y la acosaba a
diario desde su atalaya empeñado en hacerla suya. Ella, temiendo que pudiera
echarla y dejarla en la calle, le daba largas como buenamente podía, hablándole
de su compromiso de amor con otro hombre.
No sabía el administrador que la joven andaba en amoríos con «el Cañailla»,
un conocido pirata que, para esconderse de la justicia de la villa, y siempre
de anochecida, iba en busca de Mila ataviado con ropa elegante y un gran sombrero
de la época indiana. Nos contaba mi abuela Milagros que los dos jóvenes vivieron
días de amor y rosas. También que, en sus delirios y amoríos, hacían planes de formar
una familia, el mayor deseo de Mila. En sus sueños compartidos, el joven pirata
se comprometía con ella a dejar su vida de saqueo por las costas de España y
Portugal, a no robar más a las grandes familias de la provincia, especialmente
a los bodegueros, jurándole y perjurándole una y otra vez que pronto se
convertiría en una persona honesta y trabajadora.
Mila,
mientras tanto, se ganaba la vida en un pequeño puesto de la plaza de abastos,
vendiendo el pescado de la Bahía y los camarones que su hermano Juan pescaba
para ella de madrugada en su pequeño barco.
Pero
como la vida rula como los vientos y te marea con sus guiños y con sus vueltas,
resultó que, una noche, volviendo de una de sus incursiones por la costa, al
llegar a la bahía de Cádiz, «el Cañailla» se encontró con una monumental
tempestad descargando con fuerza todo un océano vertical de agua sobre la mar
nerviosa. Enormes nubes negras chocaban iracundas
unas con otras haciendo presagiar que lo peor estaba por llegar… Primero, se escucharon
los gritos desesperados de la tripulación, que veía impotente cómo una tromba
marina engullía su nave sin remedio. Y, luego, se escuchó la voz, una voz
desgarradora que parecía estar a merced de toda suerte de elementos demoníacos.
Era el grito angustioso de «el Cañailla», que ya veía su final y cómo todos sus
sueños con Mila se desvanecían con él en el mismo centro del ojo marino.
La
vida de Mila se vio truncada por esta cruel tragedia. La joven era un mar de
tristeza, y nada, ni siquiera la ayuda que sus familiares, conocidos y clientes
le brindaban a diario comprándole todo el pescado para que pudiese sobrellevar
su paupérrima economía, conseguía mitigar un ápice su dolor.
Sabedor
de la soledad y de las penurias de la bella Mila, el administrador, vil y
atrabiliario, no perdía ocasión de ponerla materialmente contra la pared. Hasta
que harto de recibir un no por respuesta, le preparó una encerrona y la violó
sin más miramientos. La vergüenza y la depresión se apoderaron de la joven, que
fue consumiéndose poco a poco hasta que una tisis acabó con su exangüe vida.
Cuenta
la leyenda que, desde su muerte, nada volvió a ser lo mismo. Golpes y aullidos
de origen animal se oían de continuo en el edificio, y los vecinos, afectados
todos por problemas cardíacos y estomacales que les producían continuas
cagaleras, acabaron por abandonarlo.
—«La
jindama otra vez», recuerdo que volvió a decir mi abuela con voz grave.
Sólo quedaban el ominoso administrador, el
viejo sátiro a quien nadie quería y al que todos consideraban un apestado, y
aquellos rugidos fieros que se oían por las noches entremezclados con sus
gritos de socorro. Eran los espectros de
los leones de la casa capitaneados por el pirata «Cañailla», que, según dicen, desde
el vórtice mismo del fondo abisal, volvía a la casa cada noche para someter al
culpable de la muerte de Mila a todo tipo de torturas.
Los
pocos que se atrevían a pasar por ahí de madrugada, nos contaba mi abuela, llegaron a verlos con sus propios ojos: extrañas formas fantasmales, mitad hombre
mitad fiera, retorciéndose y moviéndose fugazmente por todo el edificio. Hasta
que, una vez concluido el castigo, se desvanecían como por ensalmo en la
oscuridad tenebrosa.
Al
cabo de unos meses desde que el administrador se quedara solo en la
casa-palacio, apareció muerto una mañana con claros signos de violencia. Un
ataque al corazón, parece que había certificado el galeno.
Su
muerte fue muy comentada por la población y la leyenda de los amantes y su
venganza sigue viva entre las gentes de bien de la villa de El Puerto de Santa
María.
Los
relatos de la abuela nos ponían el vello de punta, y el estómago se nos encogía
de los nervios. También yo, amigo lector, sentía la jindama al irme a dormir,
cuando el ladrido de los perros se confundía en mis sueños con el aullido de
los leones de la casa-palacio. Cuando revivía acongojado entre las sábanas el
miedo de Mila al administrador, a no poder comer mañana, a la cruda realidad de
la pobreza.
Vicente Muñoz
Jindama:
Emoción de ansiedad difícil de
controlar causada por algo que puede causar algún daño físico, emocional,
patrimonial etc. Tanto el objeto que causa el miedo como la posibilidad de
causar daño pueden ser reales o imaginarios.
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Ámbito: Andalucía (España)
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Sinónimo: miedo
1 comentario:
Hola amigos y amigas del Club de Letras, ¿ qué os parece este relato?. Gracias
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