LA
DESPEDIDA
La alta funcionaria se sentó unos minutos en su despacho, ante su mesa de trabajo. Se tomó un pequeño descanso en la recogida de sus objetos personales: fotos, cartas privadas, algún libro dedicado… en realidad pocas cosas para tantos años de servicio. Pasó la vista brevemente por la decoración de las paredes, echó un vistazo a las estanterías y finalmente revisó de nuevo los cajones. Lo dejaba todo en orden.
Miró la pantalla de su móvil, en silencio desde hacía varias horas. Veintitantas llamadas pérdidas y decenas de mensajes sin leer. No recordaba desde cuándo no le daba un descanso como ése a sus comunicaciones.
Llamaron a la puerta cerrada, sacándola de sus reflexiones. No contestó. Una nueva llamada e inmediatamente después, y sin esperar respuesta, se asomó su secretaria.
-
10 minutos, señora.
-
Gracias Teresa.
10 minutos para
despedirse de todo. Ya habrá tiempo para la melancolía. Ése era el sentimiento
aplazado: melancolía. Ni siquiera sorpresa, porque en este puesto ya sabes lo
que hay, por muy bueno que seas- Y tenía bien claro cómo eran ellos, cómo se
comportaban, cómo hoy te adulaban y mañana no te devolvían el saludo, y cómo te
criticaban a tus espaldas y qué cosas –verdades y mentiras- decían de tí. Lo
sabía perfectamente, porque ese era su trabajo: saberlo todo.
Movió el ratón
para activar de nuevo el ordenador. Se encendió la cámara de infrarrojos y ella
miró fijamente a la lente, que con un destello escaneó su iris. Sólo entonces
la máquina abrió una ventana para escribir una clave y le mostró su escritorio,
confiada. Miró su reloj y a continuación eligió cuidadosamente una serie de
archivos.
Salió por fin al
pasillo con su maletín y le pidió a Teresa que recogiera la caja de cartón con
sus cosas y un par de carpetas con papeles sin importancia que le traían buenos
recuerdos y pasarían la revisión de seguridad sin problemas.
En el breve
recorrido hasta el ascensor estrechó algunas manos y recibió palabras de
despedida, algunas cariñosas y otras ya distantes porque aquí nunca se sabe
quién está mirando.
Llegó hasta el
control, dejó en depósito su móvil -que fue cuidadosamente introducido en una
bolsa- y aguantó en silencio el paso por el escáner, la humillación del
registro concienzudo de sus enseres y finalmente el educado cacheo del policía
militar, que previamente se disculpó con vergüenza.
Era una
profesional, y a pesar de eso, casi se le escapa una sonrisa maliciosa al despedirse
del agente con un “no se preocupe, cumple
Ud. con su obligación” y notarse bajo la lengua la microtarjeta cargada de
datos.
Agustín Fernández Reyes
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