Mango
Ebria
aún del sabor de la piel de su amante, Eva despertó ávida de más texturas. Su
pituitaria le requería más y más.
Un
mango, sí, esa era la textura que buscaba. Lo tomó de la fuente que conformaba
el frutero, lo sostuvo entre sus manos, olió su perfume tropical —como el de su
amante latino—, observó su color de verde agua por un lado, de verde hierba por
otro –como el de las palabras de Marcelo— y con el filo de la vida y la muerte
entre sus manos se dispuso a cortarlo en pedacitos: primero un gajo, después,
otro y a cada cachito mondado, era un gotear.
Ella cerró los ojos: esa textura viscosa, aterciopelada, madura, solo era comparada con el magma de su amante... el zumo tan aromático que desprendía: el atravesar su boca jugosa, henchida por ese sabor, penetrarla de aquella manera sustanciosa, masticar de forma suculenta el rico manjar deseado rebosando por sus manos abiertas, incitadoras, sedosas, mientras por las comisuras de sus labios rezumaba el jugo deslizándose por su mandíbula encendida, llegando hasta el canal de sus pechos colmados de deseo...
Reconoció cada uno de los matices en su boca: el paladar no daba tregua en ese mascullar las palabras que venían a borbotones a su mente, a su cuerpo envarado, enervado tras ese sentir que la llevaba al mismo lugar en el que unas horas antes estuvo con su amado.
Un derroche de sensaciones que culminó con la llegada de su esposo.
-¿Qué saboreas con esos gemidos? Parece que...
Ella lo miró condescendiente:
-...
solo estaba haciendo el amor con el mango, ¿continuamos? ¡Con él, ya acabé!
La
crudeza de la hora hizo que la magia del instante, solo ella reconociera... una
vez más.
Maritxé
Abad i Bueno
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