- ¿Una niña se cayó a este pozo?-
Preguntó Jenny.
- Claro… ¿no lo sabían? Todo el mundo sabe
lo de la niña del pozo. Fijarse: cuando se formó la que se formó porque la niña
se cayó ahí dentro, Don Domingo se trajo a los buzos de la Marina. Mandó poner…
- ¿Don Domingo? -le interrumpió Matt con
su pregunta.
- Sí, Don Domingo, el militar, el dueño de
la casa hombre… Mandó poner unos focos la mar de grandes sobre el brocal con
unos palos gordos, cruzados así como los de las casetas de los indios pero en
grande, amarrados arriba, y de allí colgaron dos focos de barco apuntando hacia
abajo, que ni podía la corriente de la casa con ellos de lo grande que eran.
Era nada más que ponerlos y ¡traca! los plomillos de los fusores a tomar por
culo, con perdón señora. Y Don Domingo: ponle unos pelos más gordos, y lo mismo ¡traca! Hasta que no quemó el contador no se dio por vencido de cabezón
que era, que eso de que era cabezón lo sabía todo el mundo, vamos, que no es
que yo me lo esté inventando. Entonces se trajeron un camión que daba luz por
un cable gordo hasta la casa. Un generador. El camión en la puerta todo el día
arrancado con un ruido que te volvías loco, así pudieron encender las dichosas
luces. Cuando se metieron los buzos era ya de noche y daba miedo aquello, la
luz entrando por esa boca estrecha… sí, sí, esa misma. El humo que soltaban los
cristales de los focos… es que de lo que se calentaban las bombillas evaporaban
hasta el relente, salía un humillo como de película de miedo o algo así y para
colmo aquel hombre metido en ese traje, esa escafandra de bronce con
ventanitas, esas botas de plomo… supongo que cuando entró tendría un canguelo
que no veas.
¡Lo tuvo ahí dentro colgado
yo qué sé el tiempo! Los de arriba en fila india con la cuerda acercándose y
alejándose de la carrucha del pozo una y otra vez, y Don Domingo: ¡Un poco
más arriba, y un poco más abajo…! Hasta
que no le hizo mirar por todos los boquetes no paró. Cuando salió el buzo le
explicó que había como boquetes hacia los lados, pero que por allí no se podía
entrar, que eran muy chicos, y menos con todo el equipo que llevaban, que a lo
mejor una niña chica cabía por allí, pero ellos no, desde luego que no. Don
Domingo se llevó un rato sentado en una silla y con la cabeza así agachada con
las manos tapándose la cara. Parecía que ya empezaba a asumirlo, pero cuando
menos lo esperábamos cogió la silla y la destrozó contra el brocal. Aquí nadie
movía ni un pelo. No se escuchaba nada más que el zumbido de las puñeteras
luces y al fondo el run run del motor del camión. Parecía que ya estaba todo
hecho y se iba a terminar de buscar pero nadie se atrevía a recoger, y eso que
eran ya las tantas. De pronto cogió Don Domingo y salió por la puerta sin decir
ni pío. Cuando volvió al rato se levantó todo el mundo de nuevo, porque ya
había algunos hasta durmiendo en la escalera esa de la azotea. Pero no se lo
van a creer, traía agarrado por el brazo al Congui, el del Zaporito. El
chiquillo tendría unos trece o catorce años. Estaba renegrío de bañarse en los
muros y siempre se estaba haciendo el chulillo, el más valiente. Cuando yo
pasaba por el puente Zuazo lo veía en lo alto del pretil esperando a que alguno
le diera una perra gorda. Luego se tiraba, buceaba hasta la escalerita de
piedra y otra vez p´arriba. En el molino del Zaporito igual, con la de ratas
que había por allí siempre. Esa noche se arrepintió de ser el chulillo de La
Isla, seguro. Don Domingo le amarró una cuerda a la cintura y le dijo: ¡Venga,
para abajo, tú mira bien por los boquetes, y si encuentras algo sales y me lo
dices! Yo creo que todos pensamos que Don
Domingo era un cabrón, con perdón señora, ¡imaginarse si el chiquillo se llega
a encontrar allí abajo a la pobre criatura metida en un hueco!
El pobre Congui sentado en
el filo del boquete, con los pies colgando p´adentro, con la cuerda mojada
rodeándole esa cinturita canijilla y mirándonos a todos, como buscando a
alguien que le salvara de aquella locura… y no se tiraba, ¡qué se iba a tirar
ni ná!, hasta que Don Domingo le dio un rempujón y allá que fue el valiente.
Cuando lo sacaron al rato, después de tenerlo mira aquí, ahora allí, entra otra
vez…, el pobre tenía un temblique que no sé como no se murió. Tenía los labios
como dos pistolines, abrió como pudo una mano, que tenía ya los dedos como los
garbanzos remojados, y enseñó una pasada de encaje, una pasada chica como de
niña, claro. Don Domingo le preguntó que dónde la había encontrado y El Congui
hizo un gesto con las manos, así en redondo, no le salían ni las palabras al
chiquillo. Todos supimos que se refería a una de esas galerías estrechas de los
lados del pozo. A mí me tocó llevármelo en borricate hasta la cocina, que ni
andar podía el pobre. La Jacinta, que no paró en ningún momento de llorar por
lo bajini, lo tuvo toda la noche liado en una manta a base de caldito de
puchero y buchitos de coñá.
Los años de la ballena
Antonio Díaz González
1 comentario:
¡Menuda la que liaron! Y el Cangui, el pobre, apañao de por vida... Bueno, solo hasta que probó los calditos de puchero... ;)
Gracias Antonio, una vez más por esta historia tan hermosa en medio de...
Maritxé :)
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