Paradojas
Uno de los fenómenos
sociales actuales más llamativos es el de la contradicción que se establece
entre la teoría y la práctica, entre lo que pensamos, decimos y hacemos como,
por ejemplo, entre la defensa de la moralidad y el aumento de la corrupción, entre
el aplauso a las acciones desinteresadas y la obsesión por el dinero o entre la
preocupación por los problemas sociales y el desinterés de las cuestiones
políticas. Como consecuencia de esta extraña dualidad, el camino se ha
convertido en meta; el medio, en fin; el instrumento, en objetivo. Fíjense cómo
el laicismo convive con el fundamentalismo religioso y el puritanismo cohabita
con la pérdida del sentido de la maldad. Nuestra sociedad tecnificada y gélida predica la paz
al mismo tiempo que aumentan las agresividades más recónditas; exalta las
ideologías sublimes, mientras fomenta las prácticas alienantes; promete futuros
paradisíacos, mientras se estanca en un presente desolador. El actual modelo de
vida nos está endureciendo de tal
manera, que nos sentimos incapacitados para percibir nuestras graves y
múltiples incoherencias.
Si, por ejemplo,
examináramos las corrientes económicas predominantes, fácilmente podríamos llegar
a la conclusión de que estamos manipulados hasta tal punto que aceptamos que
somos meros medios de producción y no destinatarios directos de una mejora
verdaderamente humana personal, familiar y social.
Muchos proyectos
comerciales nos objetivan hasta tal punto a los clientes que, más que considerarnos
como sujetos, nos transforman en simples objetos de consumo. La publicidad
planifica, además de nuestro trabajo, nuestras vacaciones, nuestra libertad,
nuestros amores y nuestras preferencias artísticas y culturales: nos impone la
música, los vestidos, las comidas, las bebidas y hasta la manera de hablar.
Si pretendemos
mantener nuestra independencia, no tendremos más remedio que aprender a caminar
por la vida pausadamente pero siempre avanzando y siempre ascendiendo por este
pluriverso de valores contradictorios donde nos movemos. Si pretendemos que
nuestra vida sea humana, deberíamos
concebirla como el ascenso a una montaña, como un peregrinar incesante
hacia unos objetivos razonables y hacia el destino de un bienestar humano.
Reconociendo la dificultad de comprender el mundo y, dentro de éste, a nosotros
mismos, hemos de fijar una meta, un destino, para ir, pacientemente, dando paso
tras paso en esa dirección; pero, a condición de que la búsqueda de esta meta
no implique la ausencia de aventura, sino que, por el contrario, encierre la
posibilidad de riesgos y los asumamos con serenidad aceptando de antemano las
inevitables dificultades.
José Antonio Hernández Guerrero
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