Los hombres
y las mujeres inteligentes saben muy bien que uno de los caminos para lograr el
equilibrio psicológico, la armonía social y el bienestar familiar es la
sencillez, la naturalidad y la autenticidad. ¿Se han fijado ustedes que hasta
los más pretenciosos, pedantes y cuentistas admiran y elogian a las personas
llanas y menosprecian a los engreídos? En estos momentos me vienen a la memoria
las palabras de Lola Borbón referidas a Merceditas, una compañera a la que
nunca llegó a entender. Decía que era "más que tontaja, una
desgraciá". “Todavía peor que desear lo que no se tiene –afirmaba-, es no
aceptar lo que se posee. ¡Qué desgracia más mala es no querer ser lo que se
es!” La tonta de Merceditas no se daba cuenta de que disimular es una manera de
delatar las carencias más inconfesadas, ni de que, a veces, las negaciones
revelan más cosas de las que ocultan.
Y Lola, una
y otra vez, me repetía la misma historia de Merceditas: Era, probablemente, la
única de sus amigas que había logrado estudiar una carrera. Gracias a las
casapuertas y a las escaleras que fregaba su madre, Merceditas se había podido
matricular en la Escuela de Comercio. Allí conoció y se hizo amiga de otras
niñas que vivían fuera del Barrio de Santa María y cuyas familias disfrutaban
de economías más desahogadas. Todo cambió aquel día tan desgraciado en el que,
cuando conversaban a la salida de la última clase de la mañana, escucharon una
voz...
-
¡Merceditas...! ¿Has acabado ya?
Todas
se asomaron a la baranda del corredor del tercer piso desde donde vieron a una
gruesa matrona, con un moño enhiesto y con un inmenso delantal plegado en
diagonal.
- ¿Quién es esa señora tan gorda?, le
preguntó una de las amigas.
Y Mercedita,
resuelta, contestó: - Es mi criada.
- ¿Tu
criada? ¡So hija de la grandísima! ven p´acá que te voy a decir yo por donde te
he parío!
José Antonio Hernández Guerrero
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