Aunque es
cierto que las tradiciones pueden ser legados valiosos, herencias dignas de ser
conservadas, respetadas y veneradas por la posteridad; y aunque también es
verdad que, a veces, resultan instrumentos claves para interpretar el sentido
de nuestra cultura actual, no siempre podemos afirmar que, por el simple hecho
de que unos objetos los hayan usado nuestros antepasados, sigan siendo útiles
en la actualidad, o que unas creencias, por la razón de que hayan sido
veneradas por nuestros mayores, constituyan valores supremos o principios
inamovibles.
El hecho de
que una costumbre se remonte a “toda la vida de Dios” o de que la siga
practicando “todo el mundo”, no demuestra por sí sola que deba ser respetada ni
conservada. Todos los adultos tenemos experiencias de que algunos instrumentos
o algunas pautas, consideradas durante largos siglos como creencias
inquebrantables o como normas inalterables, se han desvanecido cuando ha
cambiado el contexto sociológico o se han alterado las condiciones económicas.
Fíjense cómo, a pesar de la resistencia de los inmovilistas, se han perdido los
velos en las iglesias, las capas en las fiestas de sociedad, las sotanas de los
curas, los cerquillos en los frailes, el soplador en la cocina, el quinqué en
el comedor o la peinadora en la alcoba; ya los médicos no recetan el aceite de
ricino para los empachos ni el de hígado de bacalao para engordar. Algunos de
estos objetos sólo quedan como decoraciones de paradores o como reliquias
nostálgicas que nos recuerdan que los tiempos pasados no fueron mejores para la
mayoría de los humanos.
Pero, además, también sabemos que una serie de
usos tradicionales como, por ejemplo, la clitoridectomía -la ablación o
extirpación del clítoris- y otros usos destinados a eliminar, a reducir y a
controlar la sexualidad de la mujer, son inmorales, inhumanos y, por lo tanto,
“dignos” de ser eliminados. Esta práctica, a pesar de que constituye un hábito
que se remonta a la más arcaica antigüedad y aunque se practica en más de
veinte países africanos, a pesar de ser una tradición atávica, es una
superstición que, mezclada con prejuicios culturales y con convicciones
religiosas, debe ser considerada como brutal agresión a los derechos humanos.
Para
defender este ataque a la dignidad de la mujer como ser humano o para explicar
esta mutilación corporal que tan graves consecuencias físicas y psicológicas
arrastran, no podemos esgrimir el argumento histórico de que es un rito que se
practicaba en el Egipto de los faraones ni aducir la prueba sociológica de que
en el mundo son más de 120 millones las
mujeres mutiladas genitalmente. Los hechos sociológicos y los hábitos
culturales no constituyen razones válidas para aceptar comportamientos
inhumanos ni tratos vejatorios. Las prácticas antiguas y los usos tradicionales
no siempre son valiosos sino que, a veces, son, simplemente, viejos,
perniciosos y despreciables.
José Antonio Hernández Guerrero
1 comentario:
Estimado Don José Antonio: estoy de acuerdo con todo lo que nos plantea en el texto y, desde luego, creo indignante que todavía se siga practicando la mutilación genital en la mujer, un acto brutal y machista que, como bien dice usted, está destinada a anular y a controlar la sexualidad femenina; algo que la ONU (Organización de Naciones Unidas) no debería permitir, al ser un atentado contra Los Derechos Humanos, por muy antigua que sea la tradición y por muchos países donde se lleve a cabo.
Pero lo más triste de todo, es que son las propias mujeres las que, por costumbre o tradición, están de acuerdo con que dicha práctica se haga.
Mª del Carmen Rodríguez López
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