Foto del autor: Porcuna desde el
camino de San Marcos.
Convexidad en el origen.
¾No
quiero ir a casa de la abuela —digo, ofuscado.
Mi madre me responde con un silencio que me duele.
Ella habla con el peine, imprimiéndole un exceso de energía sobre mis rizos
que, enseguida, endulza con una caricia en mitad de la tarde achicharrada,
señora estival del calor inapelable. Tirano de la tierra adentro.
¾Es
que allí están el tito Joaquín y el tito Luis —suelto gimiendo con un conato de
patada al suelo.
¾También
estarán tus primas —responde ella conciliadora.
La casa de la abuela, que antes se llamaba la casa del
abuelo, y que entonces era mucho más gris, tiene tres plantas. La última: un
inaccesible granero, al que se sube por unas escaleras de madera muy empinadas,
y donde mi prima Antoñita y yo, sabemos que hay una princesa escondida, que
está guardada por un haragán malo que no la deja ir a misa. Aunque lo más
divertido de la casa es el taller del tito Joaquín; el taller es luminoso, y
aunque a veces tiene los ventanales cerrados, siempre huele a madera recién
cortada, y lo mejor de todo: tiene unas herramientas muy peligrosas que no
pueden tocar los niños. Por eso, la abuela Mercedes y todos los demás mayores,
vigilan que no nos acerquemos al taller; hasta que, cansados en su vigilia, se
olvidan de nosotros, y atienden al vino de Lopera, los botellines del El
Alcázar y los zorzales fritos.
Los mayores siempre hablan de las mismas cosas
aburridas. No quiero ser mayor —concluyo—. Los mayores no juegan nunca a nada.
Pienso sentado en el escalón recalentado que, traspasando los perniles de mis
pantalones cortos, me caldea la piel del trasero. Casi siempre, cuando llega
ese momento, me encuentro con la viveza de Antoñita, ella me mira, se levanta
de la silla junto a su madre, la tita Carmen, y se aleja del patinillo. Es la
señal. Me escabullo disimulando, con mucho cuidado del tito Joaquín y de la
modosita Mercedes, la prima mayor, mucho más buena y más lista que nosotros.
Nos deslizamos entre el jazmín, superamos el lavadero, y al fin, nos adentramos
en el taller sin que nadie nos vea.
Hacemos una casa con las maderas caídas en el suelo,
que al poco, resultan insuficientes, y nos subimos a la mesa donde hay otras
muy bien apiladas; que son pesadas, largas y muy bonitas, así que olvidamos el
proyecto de la casa y pasamos a construir un puente.
¾Es
el Puente Cañete —le digo a la prima.
¾No.
Es el puente de Jaén —replica Antoñita absorta entre contrafuertes y estribos.
Como quiera que no hay puente sin carretera, buscamos
una por todo el taller; lo hacemos agazapados para no nos vea el gato que
duerme sobre el ventanal. Cansados de buscar, decidimos que puede servirnos la
cinta metálica colgada de la pared. Es grande y brillante, como la carretera de
Córdoba, y está muy, muy alta, con unos dientes afilados como las pescadas de
la plaza de abastos, que así se llama la plaza, aunque mi prima y yo no sepamos
quién es ese tal Abastos, seguramente el dueño.
¾¡La
escalera! —exclamo con entusiasmo.
¾Pesa
mucho y está muy lejos —dice Antoñita más sensata.
¾Será
para ti, que eres una niña. Para mí no pesa nada. Ya verás.
Todo parece ir bien entre los tres: mi prima, la
escalera y yo. Hasta que el pico de la mesa se entromete, me pincha en el
trasero del hombro, y provoca que me caiga de espaldas. Antoñita se queda sola
con la escalera, se le suelta de las manos y se gira hacia mí en caída libre.
En su camino, choca con la pared, y desprende la cinta colgada tan tranquila en
su alcayata que, en el desperezo, protesta con un chifle de serpiente, coreado
por el aullido del gato durmiente, clava con estruendo metálico sus dientes
sobre un listón de madera, y se para justo por encima de mi prima, ahora quieta
con la boca abierta. Los dos permanecemos mudos entre la escalera tumbada y una
pila de listones. La puerta del taller se abre de sopetón, y tras ella, el
vozarrón del tito Joaquín:
¾¡Estos
niños son unos rifles!, ¿qué va a ser esto?, ¿pero dónde están sus padres?
Ese día no tuvieron que llevarme al médico. Don Julio
Durante estaba allí mismo, al otro lado del patio, entretenido con los huesos
de un zorzal. Él me conocía bien, aunque esta vez solo tuvo que aplicarme yodo
en los arañazos. A Antoñita, como premio, le dieron una moneda de cinco duros.
La abuela Mercedes se la envolvió a un pañuelo atado sobre el chichón de su
frente.
El crecimiento.
Aquel recuerdo enlaza con otro taller bien diferente.
Me sumerjo en él mientras conduzco y hablo evocando a Gabriel. Gabriel es un
hombre de pocas palabras y grandes gestos. No es amante de las bromas, y nunca
se le ve jugando a las cartas en el descanso, tras la comida colectiva. Siempre
tiene un consejo si se lo pides, y siempre un libro cerca de él, incluso cuando
toca sostener el soplete para calentar polines en pleno verano. Hay algunos que
no le hablan nunca, otros se le acercan constantemente, y todos, sin excepción,
lo respetan y escuchan si habla. Incluso el perito, siempre tan estirado e
inaccesible tras los cristales de su oficina.
Recuerdo la mañana en que vino ese soldador, llegado a
Equipo desde Bloques Planos. Hoy, cuarenta y siete años más tarde de todo
aquello, es un hombre sin nombre. Un infiltrado. El maestro lo designó como
ayudante de Gabriel, y el nuevo soldador, que tenía boina, barba y pocos
hábitos de trabajo, no logró obtener la cercanía de Gabriel, a pesar de ser
compañeros de faena. Armario, mi oficial entonces, sonreía estudiando al nuevo.
¾El
Cheguevara me parece de los peorcitos del PPO. Te has fijado que el cura
ni le habla —le comenta a Pepe Esparragosa, el más veterano del nuestro equipo:
Los Lentos.
¾Y
no tiene callos en las manos. —Puntualiza Pepe.
Esparragosa señala con el mentón al maestro y se pone
a tararear El Vaporcito. Disimulando. Se deshace la conversación, y
seguimos con el trazado de las ménsulas de asiento para las escalas de los
tanques. Una bicoca de faena.
El Cheguevara termina desistiendo de obtener la
confianza de Gabriel, y cambia de pesquisas, que no de lugar de trabajo. Ahora,
el cura se las tiene que apañar solo la mayor parte de la jornada, sin quejarse
ni señalar a nadie. Más lento sin pareja, pero siempre en el tajo. Todavía no
era noviembre de 1975 y había muchos motivos para las reivindicaciones laborales.
En su falsa defensa estaba metido el nuevo. El cura a lo suyo, predicando más
con los ejemplos que con las palabras. Una fría mañana faltó Gabriel al
trabajo, la cosa más extraña del mundo. También faltó Carlos, el sindicalista
que algunos decían era de las Comisiones Obreras, algo nuevo, al parecer un
sindicato clandestino. Juan tampoco apareció, y con él, Ramón: ambos aprendices
como yo. A todos los despidieron por revolucionarios. El soldador también faltó
al trabajo ese día y los siguientes. No se le volvió a ver jamás por el taller.
Seguramente, alguien en un despacho, le colgó una medalla en el pecho, lo
destinó muy lejos —apostaría que sin barba—, y quién sabe, probablemente allí,
donde quiera que fuese, también lo llamaran Cheguevara. Su oficio en la Lasocial.
Concavidad hacia el origen.
Todo esto se lo voy contando a Hakima, mientras
saboreamos la carretera de Córdoba, despacio entre los conocidos topónimos del
camino: el Cortijo de San Pantaleón, el Puente Cañete, el Cerro
Albalate. Al llegar, dudo frente a la casa de las tres plantas. Sí, es esa.
Ahí está: reluciente, digna, erguida y serena, como siempre—pienso. La tarde es
fría, y la lluvia racheada de primavera barre la calle Alharilla. Tras
dos toques al llamador, la estampa de tita Carmen aparece hospitalaria. Nos
sentamos al brasero, como antaño, y ella comienza a contarle a Hakima un
inevitable relato de travesuras. Yo asisto como mero espectador. Reconfortado.
Mañana hay boda que es cosa sonada en Porcuna y, además, Carmen, la novia, es la
hija de mi primo Antonio. Es el reencuentro. También está Antoñita, con la
misma viveza de siempre y las hechuras de una mujer buena, inteligente y sabia
con el paso de los años. El tito Luis, que se compró la casa de la Lacanaria,
junto a la de la abuela, también está por allí. Él y tita Estrella, su mujer,
que pasan unos días en el pueblo, enseguida se vuelven a Barcelona, donde viven
desde la época de la carpintería del tito Joaquín, desde hace muchos años, el
carpintero de Trevelez en las Alpujarras.
Manuel Bellido Milla.
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