Con
el merengue a todo volumen en la radio, la pick-up caía, uno tras otro, en
todos los baches ocultos por la alfombra de barro que cubría el castigado y
tortuoso camino rural. Lo normal en la República Dominicana. Así que entre la
música y los saltos ni el conductor ni yo escuchamos el camión que casi nos
echa de la carretera al adelantarnos a toda velocidad. Además, nos arrojó una
manta de agua sucia, que saliendo de un charco, primero entró por la ventanilla
poniéndonos perdidos y después cubrió el parabrisas y nos dejó ciegos un
instante que me pareció eterno, hasta que, en un acto reflejo, Sebastián
accionó los limpias.
Inmediatamente
recuperó el control del vehículo, que había derrapado unos metros. Sebastián le
gritó un “¡abusador!”, que para un español acostumbrado a los verdaderos tacos
sonó muy inocente como insulto entre camioneros. Pero ojo, entre los nacionales
del país esta leve injuria puede dar paso -sin más preámbulos- a una buena
reyerta a machetazos.
Sebastián
era mi conductor para los viajes largos, asignado a nuestro proyecto
principalmente en el mantenimiento de los coches, pero en la práctica “hombre
para todo” que asumía muy distintas faenas. Para llegar a las comunidades
cercanas a impartir mis talleres de ganadería, sanidad o higiene de los
alimentos me manejaba mejor con una moto, más práctica en la veredas y carriles
estrechos, pero ir a Monte Plata, la capital provincial, o a Santo Domingo a
compras importantes, siempre contaba con este hombre para sortear el tráfico
endiablado y las carreteras secundarias llenas de hoyos de esta bendita tierra.
⸺¡Coño
con el camión! ¿es que no lo ha visto usted por el espejo? ⸺le pregunté, aún recuperándome
del susto.
⸺Nunca
miro yo esa vaina” ⸺me dijo ajustándose la gorra de béisbol sin alterarse⸺ desde
una cosa que me pasó, hace varios años. Desde entonces, jamás miro el espejo.
Recorrimos
unos kilómetros de barro y baches y como él no remataba la historia, me armé de
valor y le pregunté, aunque mi compañero de viaje había dejado claro con su
silencio que no quería hablar del tema.
⸺Una
vez iba llevando en el camión un ataúd, desde donde murió el hombre hasta su
pueblo, para que lo enterraran. Cuando llevaba un par de horas de viaje me
alcanzó un carro y el tipo se me puso en paralelo gritando “¡Compadre, has
botado al muerto!”. Ya sabe cómo son estas carreteras, aunque la caja iba bien
amarrada se ve que con los baches se fue soltando hasta que se cayó por la
portezuela de atrás y yo ni me enteré. Me di la vuelta y recorrí lo menos 4 o 5
kilómetros. Allí estaba mi cliente, rodeado de unos cuantos vecinos que
habían llegado desde los conucos cercanos. La caja estaba rota y el hombre ⸺vestido
de traje y con muy mala postura⸺ revoleado en la cuneta. Y le faltaba un
zapato”.
Sebastián
hizo un silencio mirándome la cara de asombro al imaginarme la escena y
finalmente dijo, muy serio:
⸺El
muerto murió dos veces.
Los
dos nos reímos a carcajadas con la ocurrencia y él, ya relajado, me siguió
contando con todo lujo de detalles que tuvo que meter el cadáver en lo que
quedaba de la caja fúnebre, con la ayuda de algún valiente y escuchando las
recriminaciones de los curiosos: “que si iba muy deprisa, que si esto trae mala
suerte, que si pobre hombre, que si qué dirán sus familiares...” En el primer
pueblo se paró en una funeraria (por aquí las hay por todas partes) y como no
tenía dinero para otro ataúd le repararon el que llevaba con unos tablones
mientras el muerto se quedaba en el camión, tapado con una lona, un buen rato.
Y así salió del paso como pudo, aguantando el chaparrón cuando finalmente
entregó el cuerpo con su féretro desencajado y echándole la culpa a los que
enviaron el paquete.
⸺Ya…
y entonces ¿lo del espejo?
⸺Ah,
es que desde entonces se me aparece el tipo, que es muy rencoroso. Se me sienta
ahí detrás, en la trasera de la pick-up o el asiento, en cualquier carro que yo
maneje, y no me quita la vista del cogote.
Yo
tardé unos segundos hasta que miré hacia atrás, espantado. Afortunadamente
entre los trastos que llevábamos no estaba el muerto con los huesos y la cara
desencajada, mirándonos a los dos con su enfado de ultratumba.
⸺No
hombre, se rio él. Con la vista no se le ve, sólo aparece en el reflejo del
espejo. Así que yo no lo miro, aunque sé que está ahí. A veces si voy solo
hasta hablo con él, aunque nunca contesta, sigue resentido. Pero eso sí, yo el
espejo, ni mirarlo.
Dos
o tres meses me pasé yo sin mirar el espejo interior del coche, y todavía me da
un poco de susto, la verdad. Una vez se me olvidó que llevaba a la perra en el
asiento de atrás; en un vistazo involuntario la vi de refilón y creí durante un
segundo interminable que el bueno de Sebastián me había transmitido el
malfario.
Agustín Fernández Reyes
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