—Mis
días eran corrientes y los compartía con mi entorno más cercano, pero mis
noches eran especiales, y no porque tuviera una doble vida y por la noche me
bebiera una botella de vodka para olvidar. Mis noches eran mágicas y especiales
porque soñaba. Tenía un sueño recurrente que me hacía muy feliz.
El
ritual nocturno, una vez que me retiraba al dormitorio, era siempre el mismo:
leer un poco, tomar un ansiolítico y dormir-soñar o viceversa. Antes me daba
igual el orden.
Me prefabriqué mi sueño, a conciencia pero también un poco a
hurtadillas, como si de la colocación de un mobilhome en un terreno no
urbanizable se tratara.
Yo era Venus, la de Botticelli: tipazo, melena rubia ondulada
y con un velo que cubría parte de mi cuerpo; ya sé que iba casi desnuda, pero
estaba justificado por motivos mitológicos. Al igual que esa Venus salía de su
concha, yo salía de mi cama al ritmo de ópera con “Una furtiva lágrima”,
cantada por Pavarotti. Quería tener un sueño liberador, pero con un toque intelectual.
Cada
noche cambiaba el color del velo y, al ritmo de la romanza, corría o volaba por
las calles. En definitiva, soñaba que era etérea, que era una diosa de amor y
belleza.
Esa
noche horrible, salí como todas del dormitorio para hacer mi viaje semiastral.
No sé cuánto tiempo había transcurrido, cuando me pareció que alguien me
perseguía. ¡Qué raro!, pensé, mi viaje siempre lo hacía en solitario. Ese
alguien se acercaba cada vez más y más, y creo que gritaba. El que fuera me
atrapó y…
—¿Y?
—Me
puso estas esposas, señora jueza, y aquí me hallo ante usted denunciada por
escándalo público, resistencia a la autoridad y por sobrepasar con la música
los cincuenta decibelios.
—Bueno,
Sra. Ramírez, ¿tiene algo más que alegar en su defensa?
—Pues
sí, Sra. jueza. En mi defensa diré que sólo era un sueño, o eso me parecía a
mí. ¿Ud. se cree que si yo hubiera sabido que salgo desnuda en
la portada del Diario de Cádiz, no hubiese ido a la peluquería y adelgazado al menos tres kilos? No resulta
agradable ver una foto tuya, robada, donde el pecho toca el estómago, con los
pelos encrespados y con las raíces sin tinte. Yo misma le hubiera facilitado
una foto, pactada, para mi minuto de gloria. Y ya para rematar, en el pie de
foto el reportero de turno comenta: “anciana de sesenta años, desnuda y
corriendo de madrugada por nuestras calles”… es que no hay derecho, Sra. Jueza.
¿Anciana, una anciana con sesenta años? Ese comentario sí que es un delito y no
mis noches mágicas.
Yayo Gómez
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