Tenía motivos para sentirme bien. Los colegas subían sus
pulgares a mi paso como gesto de admiración. Mi jefe, hosco tantas veces, me consiguió
una bonita casa sobre la colina del acantilado, y Mery, mi secretaria, comenzó
a llegar al trabajo en minifalda, se mostraba seductora a la hora del café, y lo
mejor de todo: complaciente durante los fines de semana en mi nueva casa con
vistas al mar.
Se podía decir que nada me faltaba. Mis trabajos de
investigación sobre el Generador Dinámico de Energía Magnética comenzaban a dar
los resultados que yo esperaba. Todo parecía sonreírme. Incluso, en el último
congreso en Londres, mis colegas competidores de la Princeton University,
me obsequiaron con un largo aplauso. Estaba a punto de conseguir una energía inagotable,
sin emisiones atmosféricas ni residuos. Gracias a ello, la contaminación pasaría
a ser un recuerdo venenoso en la historia humana.
Hacía tiempo que no me sentía observado. Eso, además
de ser tranquilizador, me incitaba en el propósito de propagar mis progresos. Por
supuesto que mi nueva casa y la oficina tenían inhibidores, y que todas mis comunicaciones
eran analizadas por los servicios de seguridad. Hasta las papeleras eran
investigadas.
Desde que me entrevistaron en Time, florecieron
los imitadores de mis estudiadas manías: escribir sobre una mesa de delineante,
pasear por el bosque al amanecer o almorzar solo a medio día mirando al mar. Incluso
Peter, un fotógrafo ilustrador y bromista incontinente, decía ser imitador de mis
costumbres. El jovenzuelo, llegado al Instituto de Investigación unos meses atrás,
era el protegido del presidente; al parecer, presionado por la familia del
joven, que, según los cotilleos, necesitaba rehabilitarse de unas graves
adiciones, y al que nadie hacía caso en el centro, al haber sido etiquetado
como un tarambana.
Por las noches, cuando todo eran sombras frente al
acantilado y solo titilaban las estrellas y las luces de los barcos a lo lejos,
cerraba las cortinas del ventanal, encendía el flexo lupa sobre mi mesa de delineante,
y en un cuadradito de papel, con mi antiguo Bic de punta fina sin tinta,
escribía una minuciosa chuleta. Al terminar, la enrollaba cuidadosamente y la introducía
en hueco de una caña tomada de los cañaverales cercanos.
Ese trabajo lo haría si, a la hora convenida, durante mi
solitario almuerzo, lograba ver al bote de pesca frente al acantilado desplegando
un parasol. Tomaría la pitillera encendiendo un cigarro, sin dejar de mirar a
uno y otro lado, como saboreando el humo, así, hasta cerciorarme de estar solo.
Si no había nadie, al descorrer el espejo escondido en la tapadera de la
pitillera, apuntaría a la embarcación de la forma que sabía. Si después de diez
minutos exactos el barco cambiaba de posición rumbo al este, había trabajo que
hacer bajo el flexo lupa esa noche. A la mañana siguiente, antes de salir el sol,
al dar mi paseo diario camino de la oficina, depositaría bajo la piedra
acostumbrada la caña preñada con el papel.
Pero el acantilado tenía un faro, y Peter hizo amistad
con el farero. Diariamente jugaban al ajedrez, discutían sobre fotografía, y
nunca olvidaban chismorrear sobre las chicas del Instituto de Investigación. Siempre
frente a un vaso de vino sentados en el balcón del faro. Era la atalaya del
depredador inadvertido, al acecho de mis encuentros señaléticos con la
embarcación de pesca. Un amanecer en el que no me sentí observado, Peter, agazapado
tras los arbustos, me filmó cuando yo escondía el mensaje bajo la piedra. Todo
acabó.
Peter —que ya no actuaba como un calavera— fue
deferente durante los interrogatorios en mi propia casa. Para mis compañeros
del Instituto, yo había acudido a Nueva York a ver a mi madre enferma. La
ausencia de Peter nadie la tomó en serio. Cuando los del FBI pronunciaron el
nombre de mi nieto por primera vez, comprendí que tenía que colaborar, y les di
más detalles de los que esperaban. Mi actitud era la consecuencia de una
decisión lógica: entre dos caminos, se ha de elegir el más simple, el otro,
siempre habrá tiempo de explorarlo. Ellos parecían agradecidos. Al final, el
jefe de Peter me preguntó:
¾¿Por
qué lo has hecho?, ¿acaso no vives bien aquí, en esta casa, rodeado de este
paisaje?
¾Quiero
un mundo mejor. Esa es la razón de mi proyecto.
¾Así
que un mundo mejor —asentía sonriendo como llamándome imbécil.
¾¿Acaso
mi proyecto no acabará en manos de las grandes corporaciones?, ¿acaso no especularan
con él, hasta convertirlo en otra herramienta de opresión?
¾Ya.
Los especuladores —me miró con fijeza.
¾Sin
embargo, al otro lado…—intenté decir, aunque, fue tan demoledora su sonrisa irónica,
que no pude concluir.
Se llamaba Yure, y días antes, me contó que nació en Odesa,
en el año 42. No conoció a su padre, porque un invierno murió congelado durante
una guardia de castigo a la intemperie. Lo habían sorprendido leyendo un
ejemplar de Literatura y Revolución, de León Trosky.
¾¿Sabes?
Imagino a tu madre preguntándose, si al otro lado, cuidarían de tu hija y de tu
nieto como lo vamos hacer aquí. —lo miré vencido, y al fin asentí, grave.
¾Es
posible que lleves razón —concedí sin engañarlo, y sin engañarme del todo.
A las pocas horas de llegar mi familia a casa, traídos
desde Nueva York en un jet especial —les habían dicho algo sobre un accidente
en la playa— los interrogadores, camuflados de enfermeros, ya habían recibido
órdenes y sacado sus propias conclusiones. Al final, con un gesto mudo de advertencia,
me entregaron la pitillera del espejo. Mi madre fue la única que interpretó la
situación. Nunca dijo nada.
El trato fue razonable. A partir de ahora, ellos me
dirían que información debía escribir con el bolígrafo BIC. A cambio,
seguiría manteniendo mi casa, me ascenderían en el trabajo, mi familia se
sentiría segura y orgullosa de mí, y Mery, desbragada en verano, y con un visón
sobre su piel desnuda en el invierno, seguiría acudiendo los fines de semana a la
casa del acantilado.
Manuel Bellido Milla.
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