Crepitaban
los últimos rescoldos que disfrazados de pequeños grititos me impedían echarme
en la alfombra del salón, como si con ello quisieran demostrarme algún
sentimiento de dolor o de rabia, pues esa lumbre que ahora con su suave calor
relajaba la casa, antes había sido toda una orgullosa hoguera de redondos y
gruesos troncos, que en la tarde se había afanado el abuelo en cortar hacha en
mano, junto a la valla, en la trasera del jardín.
-Hubiese sido un invierno más, a no ser por el desenlace que me esperaba-.
Aún
no había anochecido cuando sonó el timbre de la puerta, me afané en llamar su
atención pues hacía ya un buen rato que su butaca había dejado de balancearse.
Ante la insistencia de la llamada, di un salto y me aferré a la panza que
formaba el vuelo bajo de la cortina, por el mismo sitio donde recibía continuas
regañinas, golpeé con fuerzas el cristal de la ventana, - era el doctor en su
visita diaria-.
Escuché
sus pasos como se alejaban e incluso, como cerraba la puerta del jardín, -es
curioso que con la edad que dicen que tengo siga con este oído tan
privilegiado-.
El
abuelo no se inmutó, con su cabeza un poco daleada y las gafas más bajas de lo
normal, sujetaba entre sus manos el libro releído que tanto le gustaba y que, a
fuerza de escucharlo, -pues lo leía en voz alta, quizás huyendo de la soledad-,
me proporcionaba el confort suficiente para echar mi siesta al calor de la
lumbre, -lástima que yo solo sepa ronronear-.
Una
vez que la casa quedó en silencio y el frío empezaba a inundar el salón, salté
con sumo cuidado a su regazo, el libro sin embargo resbaló por su bata azul y
cayó abierto en la alfombra. El abuelo no se inmutó; permanecimos así toda la
noche, hasta que, al amanecer, un golpe seco desencajó la puerta principal.
Corrí para meterme bajo el sillón y desde allí observé toda la temida escena.
Cuando al cabo de unas horas todos se fueron llevándose al abuelo, comprendí
que este también sería mi final.
Ricardo
Carpintero
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