Lo daba por hecho. Cuando vinieran, todos ganaríamos y
la luz encendería los rincones de la verdad en cada esquina. Era el jardín de
una estética nueva, una ilusión óptica de esperanzas. Mi candidez se hermanó con
la buena voluntad y creí que el futuro sería nuestro derecho. Confié, confiábamos,
todos confiábamos. Nadie sospechó de la verdad bajo los focos de neón. Fue
cuando llegaron ellos y colocarse se hizo difícil y fácil a la vez. Las
fábricas se abandonaron y la luz se transformó en psicodelia.
Los libros, secretamente, se llenaron de lugares
comunes. La libertad la forraron con pan de oro y el futuro se hizo sinusoide.
Subidas y bajadas al compás de alguien misterioso, extraño a nuestra casa,
lejano a nuestra voz, inalcanzable a la rabia. Etéreo como el mercado.
Esperé a la fecha de ejercer mi derecho. Ella nos
salvaría con su luz de izquierdas y derechas. Los eslóganes, adquiridos en
retoricas de mercadillo, alimentaron injusticias y perjuicios. Por eso corrimos
a abrazarla. Seguía allí, forrada de pan de oro, como un oráculo inalcanzable
tras el escaparate. Nos consolaba verla sí, aunque su voz solo llegara a través
de los micrófonos.
Científicas, industriales, poetas, literatos, doctoras,
ingenieros, profesoras y obreros, escultoras, músicos, cantautores, funcionarias,
navieros; todos fueron convocados a una terraza colosal, servida por manos repletas
de bandejas. Las manos de nuestros hijos. Maravilloso espectáculo en la calle
del Futuro perdido. Confundidos por la sinusoide, nadie se atrevió a desnudar
el pasado y mirar al futuro sin temor. El forro de pan de oro se lo impediría al
que lo intentara.
A todos, sí. Pero a cada uno, no.
Porque eso es imposible. Por más miedo infundido que tengan
nuestras venas: miedo, miedo y miedo. No será más que miedo a dejar de mirar el
escaparate.
Manuel Bellido Milla
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