Qué altos corredores transitarán al niño
hasta el inmenso
sueño de las habitaciones.
Mi soledad los
lleva, por el mundo,
entre la libertad
y la incertidumbre,
La vida es egoísta
con esperanza, sin acabamiento,
buscando el
corazón de los caminos
Josela Maturana
(La soledad y el mundo)
Doña Ana María toda su vida fue comadrona.
Desde muy pequeña, recuerdo que iba a
mi casa cada vez que mi madre esperaba un nuevo hijo. Era una señora robusta, no muy alta, de fuertes
manos y de ojos grandes y castaños que, a mí, se me antojaban tristes y, a
veces, ausentes como si recordase algo que le hacía daño. Sobre todo, cuando
traía un hermoso ser a este mundo –como decía ella-. Recuerdo que me la
encontraba muchas veces cuando iba para el colegio Vivía en mi misma calle,
justo arriba y en la misma acera. Tenía un patio lleno de flores en la entrada y algunos árboles frutales, y
al pasar por allí, si estaba abierta la puerta, siempre me asomaba. Había algo
que me atraía de ella aunque no sabía el qué. Quizás era por
su trabajo lleno de humanidad. La había escuchado decir que cada niño que cogía
entre sus brazos, era como un ángel o como una luz que le daba esperanza
y consuelo a sus desdichas. De joven
decidió ser comadrona porque decía que a sí nunca estaría sola; ya que
tendría siempre el milagro de la vida entre sus manos. Y en los treinta y cinco
años que ejerció su profesión, cientos de niños vieron la luz gracias a ella.
Mi madre la apreciaba mucho, decía que era una buena mujer y muy
trabajadora.
Y yo, sin saber por qué, a mi corta
edad, me inquietaba, al verla continuamente vestida de negro y envuelta en su tristeza.
Siempre imaginé que era una mujer soltera. Aunque comprendí su estado el día que mi madre me
desveló todos mis interrogantes: Doña Ana María se había casado muy joven y
tuvo dos hijos preciosos: Ana María y Fernando. Llenaron de dicha al matrimonio que vio culminada su felicidad.
Pero la vida, tan egoísta, se los arrebató, de un manotazo, en un terrible
accidente cuando tenían doce y quince años. Y no conforme, se llevó a los tres
meses a su marido.
Desde entonces comprendí… tantas
cosas. Doña Ana María vivió en constante pulso con la vida, y cada niño que
traía al mundo era como un trocito de su felicidad perdida, y lo único que le
daba el empuje y el coraje para vencer la soledad, y seguir luchando por la
existencia.
Mª Del Carmen Rodríguez López
San Fernando
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