Me pregunto si aquella noche habría
visto difuminarse la costa del golfo bajo esa lluvia silenciosa y obstinada. Si
habría sentido a través de sus guantes el helado pasamano de la borda del barco
que, cruzando un espejo de aguas argentinas, se adentrara en la bahía en la que
el Daugava desagua sus sueños después de recorrer, como las manos de un amante,
el cuerpo sinuoso y enamorado de una Riga intemporal.
Acaso, habría contemplado cómo la
tarde se iba degradando en los mil tonos de un gris tan triste como los ojos de
Mascha y que inundaba de melancolía un corazón que se iba tornando noche. Una
noche que todo lo fuera ensombreciendo: las nubes, la ciudad, las miradas, los
abrigos, las sonrisas. Tan sombría que todo lo volviera lamento, como lo era
aquel rostro que observaba el mar despejado que se abría liviano por la proa y se
cerraba a su paso en un torbellino denso y misterioso. Tal vez, pensara que no
estaría mal descansar en aquel lecho de espuma y que lo acogiera amorosa
aquella vorágine de hielo y luz de luna.
Y tal vez, a medida que descendiera y
lo fueran abrazando las tinieblas, su último pensamiento fuera para su Granada
natal, aquella Granada de luz en la que las casas se arrullan hasta besarse con
los aleros de sus tejados, y para aquel niño que como un rayo de sol la cruzara
corriendo por la Carrera del Genil, desde el Campillo a la Puerta Real.
Y para Mascha. Su bella Mascha.
Juan Manuel Díaz González
Juan Manuel Díaz González
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