Nuestro convencimiento de
que cuanto más vivimos, mayor capacidad poseemos para vivir, no es, como
algunos piensan, una piadosa invitación para que cerremos los ojos a la cruda realidad
ni para que, ingenuamente, nos creamos inmortales, sino que, por el contrario, pretende
ser una llamada amable para que seamos conscientes de que todas las realidades
humanas tienen unas insoslayables orillas. Creo que, cuando nos acercamos al
final de año, es una ocasión propicia para valoremos adecuadamente nuestros objetos
más útiles y, sobre todo, para que apreciemos la importancia que poseen algunas
personas en nuestras vidas. A veces, no nos damos cuenta de la importancia de
estas cosas y de estas personas hasta que hemos experimentado su carencia o su
ausencia. ¿Has comprobado cómo los marcos –como, por ejemplo en los cuadros-,
además de fijar sus límites proporcionan unos atractivos singulares a los
objetos que en ellos encerramos? Es posible que, precisamente, la esencial
precariedad de la vida humana constituya un estímulo para que disfrutemos del
bienestar en esas ocasiones, sencillas y efímeras, que nos visita. Y es que el
tiempo, igual que el río, permanece -paradójicamente- mientras fluye, mientras se va.
Más de una vez hemos
comentado cómo nos recreamos en aquellos momentos que, previamente, sabemos que
son cortos. Sí; las distancias, al aumentar las perspectivas, mejoran nuestra
visión -clara y fresca- de las cosas. Es lamentable que no comprendamos plenamente
la importancia de un ser querido hasta que -siempre demasiado tarde- calibramos
las dimensiones del hueco que nos ha dejado la luminosa huella -los amargos
espacios- de su ausencia.
Medimos mejor el paso del
tiempo cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto. ¿Recuerdas con
qué intensidad vivimos, por ejemplo, los últimos minutos de nuestra reciente
conversación y cómo los alargábamos paladeándolos con parsimoniosa fruición, aquietándolos
con una estricta lentitud. Por el contrario, hay que ver cómo prodigamos el
tiempo cuando ignoramos la existencia de sus riberas. Por eso hemos de administrar
con calma nuestros ratos de bienestar por muy exiguos que nos parezcan. Hemos
de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a los episodios por
muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si sabemos que pronto
se esfumarán, una palabra amable, una mirada complaciente, una ligera brisa o
una leve melodía nos parecerán regalos inmerecidos.
Pero hoy me atrevo a
decirte algo más: sin retos ni desafíos, la existencia carece de estímulos y de
alicientes. Por eso, en vez de soñar con una vida blanda y sin obstáculos,
hemos de disponernos a luchar para que, afrontando las dificultades, en vez de
eludirlas, las venzamos; hemos de reconocer los límites para que, en vez de
detenernos, los traspasemos e, incluso, hemos
de asumir los dolores para que, en vez de quejarnos, los aliviemos. De igual
manera que sólo fortalecemos los músculos cuando los ejercitamos, sólo
alcanzamos el pasajero bienestar, peleando contra las adversidades, sufriendo y
esperando.
Los estorbos que nos
salen al paso durante la marcha imparable por la vereda de la vida -camino,
paseo y aventura- podrían ser permanentes invitaciones para que aprovechemos el
tiempo, para que disfrutemos con las cosas y para que nos ilusionemos con los
sorprendentes misterios que todos los episodios encierran. El paso imparable
del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo una
palabra o, incluso, un silencio, pueden ser reconfortantes y placenteros regalos.
Cuando, por haber sufrido la pérdida de un ser querido, advertimos que también
ha muerto una parte importante de nuestra propia vida, en vez de dejarnos
arrastrar por la tristeza, podríamos animarnos mutuamente para palpar y para exprimir
con detenimiento cada uno de los insondables y esquivos instantes que nos restan
por vivir.
José Antonio Hernández Guerrero
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