27.- Esperanza
Todos conocemos a personas que se
caracterizan por recordar preferentemente los hechos malos del pasado, por
destacar los aspectos negativos del presente y por advertir los peligros del
futuro. Son aquellos individuos dolientes y afligidos para quienes “todo tiempo
pasado fue peor”, si no fuera porque el presente les parece todavía más
horrible que el pasado y porque están convencidos de que caminamos veloz e
irremisiblemente hacia el caos fatal y hacia la catástrofe más aniquiladora.
Cuando comentamos con ellos cualquier
suceso, estos conciudadanos inconsolables nos recuerdan, sobre todo, las
calamidades desoladoras, los rostros cínicos, las miradas crueles y las
perversas acciones: la memoria, la razón y la imaginación constituyen para
ellos unas temibles luces que alumbran a un mundo que es para ellos un sórdido
museo de penalidades, un infierno de padecimientos y un antro de vergonzosas perversidades.
En mi opinión, hemos de defendernos
de estos “aguafiestas” para evitar que nos estropeen la función y nos amarguen
la existencia. Sin caer en ingenuos optimismos,
hemos de buscar la fórmula eficaz para evitar que esta desolación pesimista
nos contagie y tiña toda nuestra existencia con los colores lúgubres de sus
lamentos pero, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una
clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de
ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar
las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el
dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos el germen
vital que late en el fondo de la existencia humana. Si pretendemos evitar el
desánimo, en el balance permanente de la crítica y, sobre todo, de la necesaria
autocrítica, hemos de evaluar los otros datos positivos que compensan los malos
tragos. Apoyándonos, por ejemplo, en la convicción de la dignidad y de la
libertad del ser humano, en nuestra capacidad para mejorar las situaciones y
para aprender, sobre todo de los errores, podemos alentar esperanzas y elaborar proyectos de
progreso permanente de cada uno de nosotros y de la sociedad a la que
pertenecemos.
Reconociendo el declive que el individualismo
contemporáneo ha introducido en las relaciones humanas, esta "ansiedad de
perfección" nos permitirá compartir el sentido positivo de la vida,
generar unos vínculos más estrechos entre los hombres, las mujeres y la
naturaleza, y, en resumen, recuperar el diálogo con los demás y el
reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo así mantendremos la posibilidad
del amor y los gestos supremos de la vida. Si pretendemos que nuestras vidas no
sean escenas sueltas –“hojas tenues, inciertas y livianas, arrastradas por el
furioso y sin sentido viento del tiempo”-, hemos de buscar ese vínculo, ese
hilo conductor, que las rehilvane y que proporcione unidad, armonía y sentido a
nuestros deseos y a nuestros temores, a
nuestras luchas y a nuestras derrotas.
José Antonio Hernández Guerrero
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