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Los espacios, espejos de nuestro mundo interior y ámbitos de la convivencia
Si
es cierto que las diversas tareas que realizamos en la naturaleza se han de orientar hacia la creación de un
mundo más confortable mediante su humanización y su transformación en cultura, también es verdad que, en cierta
medida, los espacios que habitamos configuran nuestro cuerpo y conforman nuestro
espíritu. Los paisajes rurales o urbanos,
tanto los físicos como sus representaciones culturales,
confieren unas dimensiones y unos significados peculiares a los objetos en
ellos situados y, sobre todo, a las acciones que los seres humanos
protagonizamos. Influyen en el aspecto de nuestro organismo y
configuran nuestra manera de pensar, de sentir y de actuar; alteran nuestros
hábitos biológicos, modifican nuestros hábitos y favorecen la fluidez de las
relaciones sociales.
Todos hemos
podido comprobar cómo los centros de estudio y de trabajo, los
hospitales y las residencias de ancianos, y por supuesto, las viviendas familiares
-esos marcos en los que vivimos nuestros tiempos- modifican las sensaciones y las emociones que
acompañan a las experiencias vitales que en ellos realizamos. La alegría de las
fiestas y las desazones de las enfermedades, la esperanza de recompensas y el
temor de desgracias, y, sobre todo, las expresiones de enfado y los gestos de
amor requieren escenarios que intensifiquen su intensidad y que, en cierta
medida, expliquen sus diferentes sentidos.
Y es que los espacios, con sus sombras y con sus
luces, además de soportes materiales de nuestras vidas, han de ser pantallas y
espejos que reflejen nuestro mundo interior, que mantengan la memoria de lo que
fuimos, que manifiesten la realidad de lo que somos y que expliquen los
proyectos de lo que seremos. Pero, sobre
todo, tienen que ver con esas personas buenas con las que convivimos, con las
que disfrutamos y con las que han dejado unas huellas imborrables y siguen
alimentando nuestros deseos de crecer. Ahí reside, como es sabido, la fuerza
expresiva de sus
simbolismos y su notable potencial para servir de asuntos de la pintura, de la
escultura, de la arquitectura, de la música y de la literatura.
Hemos de ser conscientes de que la
lectura de los paisajes naturales y la creación de espacios culturales exigen
que los escritores y los artistas nos enseñen a mirar atentamente y a
comprender adecuadamente los mensajes que nos transmiten. Ellos son los
intermediarios que transforman nuestro mundo en palabras, en volúmenes, en
melodías y en colores.
José Antonio Hernández Guerrero
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