Acabo
de leer el libro de Andrew Solomon titulado “Lejos del árbol” y me ha gustado
muchísimo el enfoque que hace sobre las personas que simplemente tienen la suerte
o a desgracia de ser diferentes al pertenecer a un colectivo que la sociedad y en muchas ocasiones la
ciencia considera que no cumplen los criterios para ser considerados normales.
Según este autor el esfuerzo que los padres, educadores, psiquiatras y el de la
propia persona para que se adapten y cumplan con los criterios de normalidad
lleva consigo un alto nivel de sufrimiento que en muy pocas ocasiones acaba con
el éxito esperado y en muchas otras con la propia identidad de la persona.
Llama
la atención y sigo citando a este autor, de que si hiciéramos un sumatorio de
todas las personas que consideramos diferentes al patrón que se considera
normal en una sociedad occidental; serían muchísimos más numerosas pues hay que
incluir: colectivo de gays y lesbianas, personas con discapacidades
intelectuales como los niños autistas,
personas con el Síndrome de Asperger, con discapacidades sensoriales –ciegos,
sordos- discapacidades motoras, etnias y culturas diferentes a la nuestra
–inmigrantes, migrantes forzosos-, religiones diferentes y muchísimos más que
no incluyo por razón de espacio.. Sin embargo les exigimos que anulen su
idiosincrasia, su singularidad, que aportaría muchísimo enriquecimiento, y se
adapten a la que consideramos la mejor, la verdadera, la más normal simplemente
porque al atrincherarnos en ese patrón que nos nombra e identifica no sentimos
más seguros y menos vulnerables.
Ya
es hora, sobre todo en los tiempos que corren, de que abandonemos miedos
ancestrales de considerar al diferente como a un enemigo que amenaza nuestra
cultura y nuestra existencia y abracemos a los otros como personas que suman y
no restan; que pueden aportarnos muchísimas experiencias y otros modos de
percibir la realidad que no son el nuestro.
Los
padres que tengan un niño diferente, pongamos por caso un niño autista, harían
bien en aceptarlo como es, en ayudarle a construir su propia identidad como
persona diferente a lo que se considera normal, pero con una gran riqueza
personal, con espontaneidad, incapacidad de mentir, enorme sensibilidad y le
ahorren el sufrimiento de tener que anular su propia personalidad para
adaptarse al patrón que cubra nuestras expectativas. Es importante escuchar a
estos niños, darles voz para que podamos conocerles tal y como son y así poder
ayudarles a ser ellos mismos, y darles cabida en nuestra sociedad. Para ello
necesitamos una sociedad y una ciencia que incluya y no excluya a estos
colectivos. Quizás, de esta forma, puedan ellos formar un colectivo propio,
lejos de todo tipo de intervención psiquiátrica o psicológica, que reivindiquen
sus derechos a ser diferentes pero felices.
En
este caso y siguiendo el título de este artículo –similar al del libro de Amín
Maaluf- no hace falta decir que la identidad asesina es la nuestra.
Mercedes Díaz Rodríguez
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