"Las cosas que merecen ser
hechas, merecen ser... mal hechas". Este juicio de Chesterton que, en
una primera lectura, nos puede resultar sorprendente, encierra, a mi
juicio, una profunda lección de pedagogía. Si lo examinamos con atención,
descubriremos que, de una manera sencilla y clara, nos explica aquel principio
fundamental -aquella obviedad- tan olvidado en la teoría de la enseñanza y en
la práctica del aprendizaje: "El ser humano es por naturaleza ignorante y
torpe". Este axioma antropológico constituye, además, un estímulo para que
los seres normales y ordinarios nos decidamos a emprender proyectos que,
inicialmente, parecen irrealizables. Esta afirmación puede ser, además, un
alentador lema para animarnos los que, conscientes de nuestras
limitaciones, corremos el peligro de caer en el desaliento y desistir de
nuestras ilusiones. Nos sirve para recordar que la perfección es una meta suprema,
es un destino inalcanzable plenamente y, por eso, es un reto permanente para
los que pretendamos seguir creciendo e, incluso, para los que, con
independencia de la edad, nos sintamos con ganas de, simplemente, seguir
viviendo.
Pero
esa aspiración de perfección sólo es estimulante para los que estén
dispuestos a hacer mal las cosas, para los que reconozcan serenamente
sus errores y se empeñen en corregirlos pacientemente. La perfección
es el resultado final de un larguísimo proceso de ensayos fracasados, de
tanteos frustrados, de errores corregidos, de defectos enmendados y de
imperfecciones rectificadas. El alpinista que aspire a las alturas, no sólo ha
de aceptar de antemano las caídas, los traspiés y los despistes, sino que,
además, ha de gastar energías y ha de consumir tiempo ensayando, entrenando y
emborronando con garabatos los borradores. El que no esté dispuesto a
hacer mal las cosas, difícilmente llegará a hacerlas bien. Esta es la única
puerta abierta por la que la que la mayoría de los mortales podemos superar
nuestra radical pobreza y mediocridad.
José Antonio Hernández Guerrero
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