Una de las
consecuencias negativas que, a veces, se derivan de los ascensos a cargos
relevantes es el aumento exagerado de la propia estima y, por lo tanto, la
multiplicación incontrolada de las “vivencias de autorreferencia”. La
manifestación más clara de este hecho es la hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante
las críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención
que los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten
exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria,
echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso
cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el
mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda
la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.
El que se
sabe demasiado importante corre el riesgo de estar en un estado de permanente
“mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los ascensos en las categorías
profesionales, en los niveles económicos, en las escalas sociales, en las
dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos producen, en muchos casos,
el aumento de la irritación y del mal humor como consecuencia de la desilusión
que genera la insuficiente consideración con la que son tratados y el escaso
reconocimiento que sus figuras despiertan. Algunos, incluso, se sienten permanentemente
vejados porque -afirman- “la gente no se da cuenta a quién está tratando”.
Todos
conocemos a personas que eran desgraciadas porque no ascendían pero, desde que
lograron subirse encima de un estrado o situarse detrás de una “baranda
prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una concejalía, una canonjía, un
episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía en la junta de la comunidad
de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su naturaleza se ha
transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus hijos, sus
hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten teniendo en
cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son más
frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban
extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber
aprobado las oposiciones.
No debería
sorprendernos demasiado que sean tantos los personajes que, según las crónicas
periodísticas de estos días, se han sentido ninguneados, marginados y vejados
por el trato insuficiente que les han dispensado los medios de comunicación.
José Antonio Hernández Guerrero
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