Me refiero sólo a los
sufridores crónicos, a aquellas personas que se sitúan de por vida en una
peculiar perspectiva desde la que avizoran hasta el más mínimo síntoma de malos
tiempos. A los que -como buitres leonados- rebuscan ávidamente entre los
desechos con el fin de localizar motivos de llantos y razones de quejas. A esos
conciudadanos que poseen una singular habilidad para, augurando tempestades y
anunciando desgracias, viciando el ambiente con alarmas y contaminando el
espacio con ansiedades, nos contagian su inquietud y nos inyectan su tristeza.
Aunque se regodean, sobre
todo, en los períodos de tormenta, también disfrutan, paradójicamente, en los
tiempos de bonanza porque, como nos repiten una y otra vez, la calma es
presagio de nuevas calamidades. Por eso les inquietan tanto las buenas noticias
y, por eso sufren con el bienestar y disfrutan con el malestar. Es posible que
sus continuas lamentaciones nos vacunen a muchos, pero también se corre el
riesgo de que sus permanentes quejas influyan en el ánimo de otros.
Estos mártires
vocacionales interpretan la vida como un ininterrumpido camino del Gólgota o
como un desconsolador valle de lágrimas. Ellos padecen los males propios y los
ajenos: son las víctimas de las enfermedades, del cansancio, de las derrotas y
hasta de las muertes de los que los rodean: “mi marido se ha muerto para
fastidiarme a mí”, me decía el otro día una compungida viuda. Esta actitud
dolida se refleja en casi todas las actividades. Algunos aficionados, aunque no
se atrevan a reconocerlo y digan lo contrario, acuden al fútbol para sufrir:
para, indignados, insultar al árbitro por sus errores, para vilipendiar al equipo
contrario por su dureza, y para reprochar al suyo propio los fallos. Si asisten
a los toros protestan por la escasa bravura del ganado, por el excesivo miedo
de los espadas, por el ensañamiento del picador y por la tacañería del
presidente de la corrida. Si no soportan que les transmitan noticias
agradables, menos toleran que les cuenten hechos penosos porque, como es
natural, ellos ya han experimentado todos de una manera mucho más aguda: han
padecido todas las desgracias, todas las enfermedades y todas las muertes. Por
eso comienzan todos sus comentarios con la frase: “vamos, a mí me vas a
contar…”
No hay duda de que esta
perturbación emocional, que causa un daño serio al que la padece, también
contagia a los que, por razones familiares o laborales, tienen que convivir con
ellos, pero es todavía peor cuando desempeñan tareas de liderazgo social,
religioso o político. Fíjense, por ejemplo, en los periodistas que todos los
días nos amargan la jornada con sus agrias lamentaciones. ¿No es cierto que
están convencidos de que los únicos episodios que merecen el nombre de noticias
son los desgraciados? Algunos defienden que la crítica consiste en zaherir, en
protestar y en insultar: todo está mal y, además, casi todo se hace con malas
intenciones.
En mi opinión, sin
embargo, este síndrome alcanza una singular virulencia cuando estos
superpacientes ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito de la política ya
que infestan toda la atmósfera y contagian a una mayoría de ciudadanos creando
un clima de desazón, de malestar y de disgusto que, en gran medida, contamina y
envenena la convivencia. A veces
recibimos la impresión de que, recónditamente, no sólo se alegran cuando las
cosas van mal, sino de que, incluso, desean que ocurran desgracias para que
fracasen las gestiones de los gobiernos responsables.
1 comentario:
Querido profesor:
Hace tiempo en un curso alguien nos contó que debíamos aprender a identificar a los cenizos y a las personas tóxicas por dos razones: para ayudarles y hacerles ver, o para desactivarlos evitando con ello su contagio.
Casi todos ellos llevan a cuestas una patología que puede curarse o no, y esto depende en mucha parte de ellos mismos. He visto como algunos lo han superado y se han convertido en lideres y estupendos compañeros, y sin embargo, otros no lo consiguieron y, en un mundo de exigente dinamismo, suelen terminar aislados del contexto a lomos de sus contumaces y cansinas diatribas, que no logran contagiar a los avisados.
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