Villaluenga desde el sendero de la Sima de Villaluenga.
Villaluenga la delgada
la más niña de estos montes
desde la bahía hermana
venimos para admirarte.
Villaluenga aparece fugaz al paso del viajero, produciendo en
él la impresión que solo a veces sacude la abstracción del que transita al
volante sobre la sinuosa cinta de asfalto, que en este caso, quiere mostrar su
respeto postrándose a los pies a su paso por el caserío.
Es el momento de elegir entre la mirada atenta o el
comentario, y claro está, el veloz conductor elige la mirada para no perder
detalle de los perfiles de la luenga villa, pegada a las faldas de la mole
inmensa del Caíllo, pétrea paridora
de vida, pues el agua guarda en su seno y la entrega dando lugar a incontables
vivencias de moros, cristianos, bandoleros, escaseces incontables: vivencias; y
por fin, de animosos andarines trotadores que buscan en ella el solaz, el refrigerio
y el deleite que la naturaleza les ofrece. Bella Natura, que en Villaluenga, se
place derramar su gracia dispersa desde las honduras insondables de la entraña de
la montaña misma a los inmensos llanos, y desde ellos, trepando por las
abruptas lomas, hasta encontrar el paradero donde vigila el águila, y el buitre
exhibe con alada majestad su eterna danza, esa que en su girar y girar
ascendente, nos recuerda el camino que un día esperamos encontrar allá, en ese
lugar impreciso e ignoto del firmamento, donde reside al fin nuestra esperanza,
mi Esperanza, ni más ni menos que el nombre de mi madre.
Volvemos la mirada para despedir a
Villaluenga camino de los Llanos del
Republicano
Y es que el viajero, impresionado por dejar atrás como en un
suspiro la delgada blancura acurrucada, inmerso de nuevo en su apresurado rodar
sobre la colosal estrechura de la manga, guarda para sí la promesa de volver, y
de hacerse aún por breve tiempo, un paisano como los demás, al encontrar entre
sus gentes ese afable conversar, tan serrano, tan antiguo, y tan atento como lo
están las cresterías de Los Navazos, donde
la montaña se hace poesía junto a los recovecos de las calles; donde la
empinada cuesta guarda un secreto: la casa de un poeta, de nombre de Pérez Clotet,
y es por ello, que las callejuelas inspiran a la montaña: poética, paciente y
madre, desde su blancura limpia y lúcida, donde sus gentes saben cómo atender
bien al visitante, lejos de todo exceso o artificio, en esa hospitalidad tan callada
y verdadera que gusta mantener abiertas las puertas de las casas.
El estío nos brinda un fragante amanecer sobre las
tejas del caserío
Manuel Bellido Milla.
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