Ella
dio a luz mientras yo esquilmaba mis pobres uñas. Si hubiera fumado habría
acabado con las existencias de la máquina de tabaco del pasillo. Pensé en tomar
café o chocolate, pero la imagen del café de hospital, cuando fue operada para
salvar su vida, me produjo un amago de náuseas.
En
aquel tiempo, las sillas de plástico de la sala de espera eran tan frías como
ahora. Es un recuerdo fugaz, como el tránsito de la vida a la muerte.
No he querido acompañarla al paritorio.
Me desmayo ante el olor y el color de la sangre. Está siendo un parto difícil,
me responden las enfermeras ante mis numerosas preguntas. Al cabo de varias
horas, una de ellas me llama, y tras vestirme con bata de papel y mascarilla,
la sigo. Entro en una sala con muchas cunas cubiertas por cristales. Me señala una. Es tu hija, me dice,
sonriendo ¿Quieres cogerla en brazos? No respondo, ni me muevo.
Tres
días después
Llegué
a pensar que algo o alguien deseaba hacerme daño, porque había puesto en mi
camino la muerte sin remedio, una muerte a espaldas del amor.
La enterramos. Todos los días iba a la
ventana de la incubadora a acostumbrarme a ese ser extraño. Al cabo de un mes
la niña estaba lista para irse a casa ¿Y yo? Mi madre se instaló conmigo. No
me quedaré para siempre, Aprende. Debes ocuparte tú.
Es de noche, la pequeña está llorando,
pero mi madre no se despierta. Voy a la habitación y la veo mirarme con esos
ojos verdes… Templo el biberón, se lo acerco a los labios. Empieza a succionar
confiada. En este momento, siento cómo me lleno de un gran bienestar. Quizás
ese biberón y el calor de su cuerpo me están conectando con la vida.
Guadalupe Pereira Bueno
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