“¡No!, ¡¡no!!, ¡suéltame!” exclamó Miguel sollozando, y
como una lagartija se escabulló de los brazos de su madre y echó a correr por el pasillo en
dirección a la biblioteca del abuelo, donde había permanecido escondido durante
todo el día. En su ciega carrera el niño a punto estuvo de llevarse por delante
a su tía Ana, que no intentó detenerlo. Entró en la fortaleza de estanterías de
roble repletas de libros y cerró dando un sonoro portazo que conmovió toda la
casa. Su madre y su tía se miraron. “Déjale”, dijo Ana, “es solo un chiquillo,
es normal. Siempre ha estado muy unido a papá”. La madre no pudo disimular más y
abrazada a su hermana dejó salir el llanto. Esas últimas semanas habían sido
duras para toda la familia. Aquel día, desde muy temprano, la casa se había ido
llenando con un lento goteo de pisadas quedas, murmullos y frases desgastadas.
Nadie se percató de la ausencia del pequeño de rizos negros y ojos de miel, ni
se preguntaron qué andaría haciendo. Al fin y al cabo, ese no era un tema para
niños, mejor dejar que se entretuviera con su maquinita o con lo que fuese. Cuando fueron a buscarle, parecía estar jugueteando
con el reloj de arena del abuelo. Su madre intentó hablar con él, pero el niño no
quiso escuchar sus palabras; solo deseaba volver al amable olor a cuero viejo y
libros antiguos de la biblioteca. Así olía el abuelo. Al regresar a su refugio,
Miguel se secó las lágrimas con la manga de la camisa, se sorbió los mocos y acarició
con dedos leves el sillón vacío donde el abuelo se sentaba a leerle historias
de aventuras, de conquistadores, de viajes a tierras extrañas y maravillosas. Entonces
se dirigió al pesado reloj de arena de bronce y cristal al que había estado todo
el día dando la vuelta una y otra vez, justo antes de que se agotara, cientos
de veces ya, desde que escuchó por el pasillo susurrar que al abuelo “le
quedaba poco tiempo”. En un rapto de rabia, alzó el reloj sobre su cabeza y lo
estrelló con todas sus fuerzas contra el suelo. Su madre y su tía se
apresuraron a entrar en la biblioteca al oír el estrépito, y allí encontraron al
niño arrodillado en la alfombra, intentando atrapar puñados de arena y
metiéndolos en los bolsillos para llevársela a su abuelo, sus finos hilillos escapándosele
entre los dedos, algunos fragmentos de cristal clavados en las palmas de las
manos.
Nuria Mahillo
Corrons
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