Es difícil creer en la palabra cuando esta no existe
Llegó a encantarme su desvergüenza
quizás como otro de sus tantos vicios
sus borracheras y puterías
de sus holgazanerías
de sus hijos olvidados,
de las mierdas que alegraban su alma.
Quien lo escuchase
se exponía insolente a olvidar sus
pesares,
a perder el tiempo por capítulos,
a fallecer ante la sonrisa burlona,
a gozar con figuras extrañas que se
acomodaban ante sus ojos,
aburrirse ante su clavar de clavos,
de sus vocerías contra el gobierno,
su vasta experiencia en política
internacional,
sus recetas de la medicina vegana y
experimental
los magnos secretos de los párrocos,
sus vastos sermones de la norma moral.
Aún recuerdo,
al que agonizó con el consejo en la
boca,
aquel que jamás procuró un céntimo de
fe,
el que nunca prodigó un adiós a las
estrellas,
el que permanece ahí tendido,
en la capilla ardiente,
en el jardín de rosas blancas,
mi viejo, mi Padre.
Edgardo Benítez
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