Leopoldo de Luis Jimena, cinco de junio de 2015
En una de las diversas conversaciones que mantuve con
Leopoldo de Luis sobre nuestra común convicción de que la literatura es una
manera intensa, profunda, consciente y humana de explicar, de interpretar y de
vivir la vida, él me dijo exactamente las siguientes palabras:
Te voy a hacer una
confidencia de un hecho que aún no he revelado a nadie. Mi manera de concebir
la poesía se la debo a las experiencias hondas que viví en Jimena de la
Frontera. Fue allí donde descubrí la relación directa que existe entre la
estética, el pensamiento y la vida. Fue allí donde comprendí que
-
los poetas hemos de ser la conciencia de nuestro tiempo,
-
los que hemos de establecer los vínculos de comunicación
con nuestros conciudadanos,
-
los que hemos de señalar las vías desde la que se divisan
nuevos horizontes para vivir de una manera más consciente.
-
Sí, la poesía es el lenguaje más apropiado para que los
seres humanos nos hagamos conscientes de los significados de nuestras vidas.
Yo interpreté que, con estas palabras tan teóricas, Leopoldo
de Luis trataba de decirme que era en Jimena donde se había enamorado de la
mujer de su vida con la que, después, se casó. Pero él me explicó que, además,
quería definir la dimensión existencial, la proyección social y el compromiso
vital que contraía al decidir seguir su vocación poeta.
En esas conversaciones, intercambiamos nuestras ideas
sobre la influencia en nuestras vidas de las múltiples vivencias desarrolladas
en este pueblo fronterizo, asentado sobre la roca firme de su historia
milenaria y de sus tradiciones ancestrales. Aquí fuimos protagonistas los dos de
unas experiencias hondas que los dos recordábamos con gratitud porque nos habían
ayudado de una manera decisiva a contemplar los sucesivos episodios vitales con
serenidad y a mirar el futuro con esperanza y con ilusión.
Y es que este pueblo, romano, visigodo, bizantino y
musulmán, nos descubrió esos secretos vitales que guarda celosamente en sus
entrañas, y nos proporcionó las misteriosas claves de un futuro esperanzado y,
también, las explicaciones profundas de nuestras vidas.
Y es que este enclave entre las estribaciones de la
Serranía de Ronda y el bullicio de la febril actividad de la Bahía de
Algeciras, encrucijada de caminos, un lugar de encuentros, foco de contrastes
físicos y de choques culturales, sobre todo, cuando subimos a las alturas de su
castillo nazarí, nos hizo posible que contempláramos con serenidad no sólo las
violentas alternancias entre las intensas precipitaciones y las pronunciadas
sequías, entre la exuberancia de sus naranjales y la desnudez de sus peñas, sino
también el permanente contraste en el que se resuelve la vida humana entre la
alegría y la tristeza, entre el dolor y el bienestar, entre la abundancia y la
escasez y, en resumen, entre la vida y la muerte.
Los dos ámbitos geográficos opuestos –los montes
pelados y la densa arboleda del Parque Natural de los Alcornocales, ese último
bosque mediterráneo de Europa que es un sorprendente capricho de la Naturaleza,
nos ha explicado la biografía y la idiosincrasia de los hijos que aquí han
nacido o de los que hemos sido adoptados por vuestra cariñosa acogida.
Es en Jimena donde han nacido los impulsos que nos
empujan hacia la búsqueda de la armonía entre aspectos duales de la existencia.
Es aquí donde han germinado los
irrefrenables estímulos hacia la convergencia de las fuerzas contrapuestas de
la vida humana.
Y es que Jimena es un pueblo viejo, sabio e imaginativo,
épico y mítico, acostumbrado a sufrir y a soñar, realista y romántico, amante
del silencio y de la intimidad. Si es cierto que sus gentes son desacralizadoras,
también es verdad que profesan una ferviente devoción a la Reina de los
Ángeles.
Es comprensible que este paisaje tallado con el fino
filo de los vientos y con los agudos dientes de la sequía haya favorecido la
aparición de gentes despiertas, que están alertas y prontas para la lucha y, al
mismo tiempo, propicias para la contemplación serena del discurrir del tiempo,
para el disfrute de los cambios, para la creación artística, para la música,
para la pintura, para la poesía, para la historia y para la entrega a la
meditación, como quien mira el mundo por primera vez.
Fíjense, por ejemplo, cómo Leopoldo de Luis,
observador ávido, soñador e idealista que, comprometido con sus gentes y atornillado
a su suelo, siempre fue un cultivador de utopías. Dotado de un corazón libre y
un poco salvaje, estaba marcado por una permanente búsqueda de sentido en
dirección al abismo de la interioridad, por una pasión por el lenguaje, por la
tendencia tenaz, incesante y obsesiva, a decir lo inefable, lo que nos toca más
a fondo el sentido mismo de nuestra existencia.
Leopoldo de Luis era un hombre sencillo, que aunaba la
claridad y la pasión, la moderación clásica y el ímpetu romántico; era una
persona inquieta, intuitiva y, sobre todo, buena, que se alimentaba de silencio
para escuchar las voces íntimas que le hablaban sobre la vida y que, volviendo de
manera permanente a sus orígenes, prefería simplemente, la vida desnuda, sin
adornos o, mejor, adornada de la misma desnudez. Esperanzado, nos explicaba con
sus versos cómo el amanecer gris de algunos días aciagos se transforma gracias
a la luminosidad del amor.
En su libro Alba
del hijo, por ejemplo, recoge el tema que domina su poesía, el dolor del
hombre sobre la tierra y su impotencia ante la crueldad de nuestro tiempo. Es
el lado desolador de la vida, desde donde se pregunta por la verdad y por la
felicidad, acosado por sombra, presagio de la muerte. En otras obras como, por
ejemplo, El padre (1954), y El extraño (1955), sigue una línea
existencial utiliza la vieja imagen del hombre que vive desterrado del paraíso.
La señal
Mirad los valles claros, los tranquilos
campos de Dios que abril puro
hermosea.
Los horizontes donde azules hilos
tejen la luz, como ave que aletea.
Ved los hondos paisajes reflejados
en el humano que por ellos yerra.
Los rostros de los hombres van
signados
por la limpia hermosura de la tierra.
Como estos encendidos panoramas
es el hombre, paisaje en carne
ardiente.
Como al árbol, el sol dora sus ramas.
Como a la tierra, el aire da en su
frente.
Sólo una lumbre extraña hay que
rubrica
su mirada y sombría la convierte,
que a un tiempo lo condena y
purifica:
es la roja azucena de la muerte.
El extraño
José Antonio Hernández Guerrero
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