Una de las
mayores suertes que nos pueden sobrevenir a nuestras vidas es la de encontrar a
otro ser próximo y semejante que nos comprenda, que identifique las claves
ocultas de nuestra peculiar manera de ser, que descifre el sentido profundo de
nuestros pensamientos, la razón última de nuestros deseos íntimos y las raíces
escondidas de nuestros temores secretos. Todos los seres humanos, para llegar a
ser nosotros mismos -sea cual sea el escalón temporal o social en el que nos
encontremos- necesitamos que alguien nos explique, con claridad y con tacto,
quiénes y cómo somos; necesitamos que nos digan cómo suena nuestra voz, cómo
cae nuestra figura y cómo se interpretan nuestras palabras.
En realidad,
ésa es la última meta de todos nuestros pensamientos sobre cualquier tema; ésa
es la materia común de nuestras charlas, lecturas y escrituras. Ése es el
destino de nuestros paseos y de nuestras correrías por las calles de la
conversación y por las plazas de la tertulia. Necesitamos oidores atentos y
auditores respetuosos que nos escuchen y nos entiendan; que descubran el
secreto hondo de nuestras aparentes contradicciones, que esclarezcan las claves
secretas de las engañosas incoherencias.
Vivir
la vida humana es, efectivamente, descifrar el misterio que cada uno de
nosotros encierra, es develar el secreto que guardamos y explicar el ejemplar
diferente y único de la compleja existencia personal. El hallazgo de este
modelo inédito exige atención constante, esfuerzo permanente, habilidad
especial y, sobre todo, la ayuda adecuada de un acompañante sensible,
respetuoso, experto y generoso que sepa captar las ondas sordas de nuestros
latidos. Para descubrir nuestra verdad necesitamos, efectivamente, una persona amiga
en quien confiar nuestras debilidades, un aliado con el que compartamos
secretos, un confidente que sea el fiel guardián de la puerta tras la cual
ocultamos nuestra vida privada; un cómplice que jamás abrirá esa puerta ni
permitirá que nadie la abra.
José Antonio Hernández Guerrero
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