Este año las
calles se han iluminado antes de lo habitual. El día de San Eloy, el
patrón de los orfebres, se encendió cuando el sol se escondió, el día primero
de diciembre, precedente de una semana de vacaciones anticipadas. Es inútil
recordar porque las imágenes vuelven por sí solas. Por eso no nos repetiremos,
pero sí anotaremos que el alumbrado, cuando éramos pequeños, coincidía con el
sorteo de la lotería, que salíamos del colegio sin la preocupación por la
tarea, que nos pegábamos como moscas a los escaparates de juguetes para después
escribir la carta cargando de ilusión todos los renglones.
Más tarde el
alumbrado se adelantó al día de la Inmaculada, tal vez para emparejarlo con el
adorno de la casa. Luego retrocedió hasta Santa Bárbara. Este año pasamos por
delante de Santa Bibiana con el refrán dando vueltas por la cabeza. En
cualquier caso, la Navidad siempre es distinta, sorprendente y cada vez se vive
más en la calle. La fiesta de fin de año es la que más ha perdido. Los escaparates
con los vestidos de fiesta, las corbatas de pajarita y los tacones plateados
forman parte del género a vender por la tienda, como las otras prendas, por lo
que no resultan extraordinarias, en cambio sí lo son las Zambombas.
Desde hace
unos años han aumentado tanto que ha sido precisa la confección de un programa.
En ellas no faltan la fogata, el vino, el grupo flamenco y acaso el baile, sin
embargo el instrumento, el sonido ronco producido por el roce de la caña en el
pergamino, brillan por su ausencia. Un artículo aludía a ello, a su posible
desaparición debido al rumbo que están tomando. Esta afirmación ofrece varias
lecturas, la primera de ellas es que resulta impensable recuperarlas en su
estado primigenio.
En los
barrios apenas quedan patios de vecinos, las casas no son tan grandes como para
reunir a la familia, a los conocidos que pasan y en la calle fluye el tráfico
rodado, por lo que se opta por cerrarla con el permiso de la autoridad
competente o bien se acondiciona una plaza pública. Otra lectura es la moda, lo
más cool, en este caso una vuelta a lo popular con los rigores de la
modernidad. Los platos de berza o las tazas de caldo han perdido la batalla
ante las raciones de jamón, el queso, la carne mechada y las gambas, según los
casos.
Del anís
sólo queda la botella para que la chuchara la rasque y las tortas salieron del
lebrillo para las bandejas blancas de poliuretano. De todas formas, la gente lo
pasa bien, es de lo que se trata, que la familia salga, que los amigos se
reúnan para disfrutar de tantos días buenos que tiene el invierno de La Isla.
Será uno de los pocos lugares en los que se pase calor en diciembre mientras se
hacen las tortas de Nochebuena.
Por cierto,
también este año la poda se ha adelantado. El pasado martes las naranjas
corrían por la calle Colón abajo, huyendo, escapando de la cubeta donde irían a
parar, buscando desesperadamente las manos que todos los años las sacrifican
para dar olor al aceite con matalaúva, la mano que amasa con mimo y firmeza,
estira, fríe y pasa por miel esta alegoría de la Navidad.
Disfrutemos
de esta primera impaciencia isleña, esta táctica comercial que llena las calles
de color y gente. Una Isla paciente y deseosa de ver a sus isleños conformes.
Por lo menos.
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