“La dignidad
del puesto que ocupo me impide que atienda directamente el teléfono”. Esta fue
la respuesta que me dio la semana pasada un alto cargo político al que,
aturdido por aquel timbre impertinente, me atreví a sugerirle que lo
descolgara. Me acordé, en ese momento, de aquel obispo preconciliar que,
sentado solemnemente en su sillón, dejó que unos cerrajeros desmontaran la
puerta de su despacho porque su secretario particular no estaba allí para abrirla:
“¡Cómo Nos –exclamaba- vamos a ejecutar estas funciones”. Ahora mismo un amigo
me acaba de decir: “Yo, por dignidad, no permito que mi mujer baje la bolsa de
la basura al contenedor de la esquina”. Y un colega defiende que “para
dignificar su asignatura no tiene más remedio que suspender a la mayoría de los
alumnos”.
La dignidad es un concepto ambiguo. No depende
de las insignias que lucimos en las chaquetas o de los títulos que
coleccionamos en las vitrinas. No aumenta a medida en que crecen las riquezas,
el poder o la ciencia. No confundamos la grandeza con la magnitud; la nobleza
con el señoritismo; la importancia con la vanagloria; el valor con el precio;
el prestigio con la popularidad y la calidad con la cantidad. La dignidad no
estriba en las insignes prebendas o en los cargos honoríficos, ni el brillo de
las apariencias coincide con la sustancia de la realidad, ni el ruido de la publicidad
con las nueces de los hechos: no es oro puro todas las baratijas que relucen en
las solapas. La dignidad nada tiene en común con la jactancia, con la
presunción o con la arrogancia, sino que se encuentra, justamente, en su cara
opuesta. La dignidad humana guarda una relación directa con la integridad, con
la generosidad, con la sencillez, con la naturalidad y, a veces, con la
pobreza; depende más de la manera de trabajar que del puesto que ocupamos. Si
es cierto que las peanas altas empequeñecen las figuras, también es verdad que,
cuanto más bajitos somos más nos encantan las tarimas, los púlpitos y los escenarios.
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