Los comentarios sobre
la “globalización”, que en estos días repetimos en las conversaciones y en los
medios de comunicación, adolecen, generalmente, de una grave -y, probablemente,
no ingenua- simplificación, determinada por un desenfoque de la cuestión. No se
trata, como muchos creen, de una lucha desigual entre los fervorosos
partidarios y los demoníacos enemigos de la apertura de fronteras, de la
democratización de las anárquicas relaciones entre los pueblos, de la
universalización de la justicia, ni de la mundialización de la economía. La
pugna se produce por el reparto de la “tarta”. El problema surge a la hora de
responder a dos cuestiones diferentes: ¿quién la reparte? y ¿cómo se reparte?
Es cierto que la “tarta” es única y que todos navegamos en un mismo “barco”,
pero también es verdad que los trozos del “pastel” son excesivamente diferentes
y que los camarotes del “buque” -que
para algunos es mera patera- son injustamente desiguales. La interdependencia
se traduce en el hecho cuantificable de que, para que crezca el bienestar de
unos pocos, ha de aumentar la pobreza de unos muchos.
Entre la riqueza del
Norte y el empobrecimiento del Sur se establece cierta relación de
causa-efecto, sostenida y aumentada por nuestro modelo de sociedad de consumo,
que genera unas relaciones agresivas con el medio y produce unas dependencias
humanas injustas desde diversos puntos de vista. Si nuestro modelo de
desarrollo causa contaminación, destrucción y pobreza, la pobreza también genera
contaminación y destrucción. Las diferencias en la capacidad de destrucción
entre los ricos y los pobres son abismales. No podemos perder de vista que el
consumo medio de materias primas y de energías de cada europeo, norteamericano
o japonés es veinte veces mayor que el de un habitante del resto del planeta.
Como afirmó Indira Gandhi, “el mayor desastre ecológico es la pobreza”: un
problema “global” de cuyo origen nadie es inocente.
José Antonio Hernández Guerrero
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