Cuando
tuvo conciencia de tener fiebre empezó de verdad a preocuparse. Hasta entonces
sólo había atribuido las palpitaciones, el insomnio, el ligero mareo y la falta
de concentración a un simple resfriado. Recién llegado de Italia, nada menos
que desde Milán, cayó en la cuenta de que el riesgo asumido al asistir a
aquella reunión inaplazable de empresa, donde estuvo en estrecho contacto con
la jefa local del Departamento de Ingeniería, efectivamente se había concretado
en el peor de los diagnósticos: se había enamorado.
Agustín Fernández Reyes
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