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Mañana tengo que ir a la farmacia, ¿necesitas algo?
No, nada. No te olvides de tus pastillas de la tensión, y llévate la tarjeta
sanitaria. Lleva razón, no es la primera vez que se me olvida alguna de las dos
y tengo que dar explicaciones, o acordarme en el ascensor, y tener que
enfrentarme a la mirada que interpela a mi cabeza y al olvido. Al bajar a la
plaza entro en el espejismo de un cuadro impresionista, en la desnudez de un
museo a deshoras, en un sabor con textura de delicia prohibida, temerosa por
ser y estar. Dos pájaros me llaman, sé que me hablan porque escucho sus trinos
cercanos, tuteándome, lo contrario que el contoneo del gato que cruza la
calzada con aire aristocrático. Sin mirar. Las palmeras coquetean con el viento
que las acaricia, femeninas y esbeltas, libres del ruido. La brisa viene
acompañada por un sabor de mar, ambos me saludan y se entretienen conmigo en el
paso de peatones, me siento reconfortado, y me quedo allí dejando que cambie
dos veces el muñeco andarín. La acera solitaria hace juego con la calzada
desierta. Me saca del embeleso el luminoso de la farmacia, entro en ella y no
me saluda la acostumbrada sonrisa de carmín, a cambio, me enfrento al parapeto
de una mascarilla blanca, inmaculada, combatiente. Doy la tarjeta sanitaria a
la mano de plástico azul, como envuelta en un cristal de miedo. Pago con
tarjeta de crédito. Son 25 céntimos, me apunta la voz filtrada. Nos despedimos
y me vuelvo a casa obediente, tengo mis pastillas y cinco minutos de brisa
frente a un semáforo. Delicia de una mañana en primavera.
Manuel Bellido Milla
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