Fuente: Fragmento
MTN50. 925 (18 37) Mapa Topográfico Nacional de España. Porcuna.
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escala original 1:50.000
Es domingo y salen de excursión. Nos vamos en el ruso.
Es fiesta y no hay autobús de línea —dicen a los niños—, y suben a el ruso
que los espera en la puerta. También vienen los vecinos de la parte arriba,
gente buena y amable. Conocidos de siempre. Llegan con otra media docena de chiquillos,
y entre unos y otros, el portal de la casa parece la entrada a una escuela. La
abuela resuelta como siempre, sabe poner orden entre los pequeños. —A callar,
que no se despierten los vecinos— siseando con el índice en la boca.
Los niños van subiendo a el ruso ayudándose
unos a otros. Las madres y la abuela con ellos, atrás, los hombres delante, en
la cabina. La calle los despide desnuda por el barrido de escobas a manos
femeninas. Aunque sea domingo. El día que es frío de los de diciembre, amanece azotado
por un solano perezoso, y un sol aletargado. Los excursionistas comienzan a
cantar cuando abandonan la carretera general, ya han dejado atrás una fronda cercana
a la Huerta del Comendador, toman a la izquierda, y avanzan por el
camino de Lopera hacia el Molino Nuevo. La parada es para mear, dicen
los hombres.
¾Los
niños no bajan, que hay barro— se oye abajo por detrás.
En el camión nadie se mueve. Ni los niños ni las
mujeres que, hábiles, susurrantes, han conseguido hacer callar a la docena de pequeños.
El juego ahora es: ¡el primero que hable, sin chocolate! El hombre desaparece y
trepa cuesta arriba por los terrones del Cerro de Moriscos. Lanza el
orín al aire, y observa el gris apagado de la Cañada Mingoca. Poco más
allá está la casa. No ve a nadie en la vaguada, y vuelve.
Al llegar al cortijo bajan de el ruso. Nadie toca
las cajas en las que han venido sentados. Los hombres se quedan fuera. Los
demás desaparecen dentro. Un momento después escuchan el motor del camión
alejarse. Con ellos se queda el canto de los pájaros, y el ruido de los cohetes
que truenan a oleadas del lado de Lopera.
¾Son
cohetes de la Navidad —dicen las mujeres.
¾¡Son
muchos! —exclama la mayor de las niñas. Nadie le responde.
Pasan dos días y entregan cuatro cajas. Aún les quedan
dos en el camión.
¾Casi
hemos acabado, Manuel —le toca el hombro satisfecho al que conduce.
¾Soltamos
estas dos, y nos vamos con las mujeres al molino —dice el conductor.
Al salir de una curva junto a un arroyo, los apuntan cuatro
milicianos. En la ladera hay otros tres más. Les ordenan que paren.
Lo convenido para estos casos es que solo Manuel abra
la puerta. Para hablar. El que baja queda protegido si no va armado, nadie
pensará que el de dentro dispare contra su compañero. Así que, mejor que solo
baje uno. Acordaron hace tiempo.
¾Si
ves que me echo al suelo, dispara con esta —sacando bajo del asiento el
subfusil naranjero—. Confía en mí— guiñando un ojo.
Manuel es un hombre tranquilo de aplomo natural, de
los que no ofenden cuando habla. Afable. Lo cachean. No lleva armas. El jefe de
los milicianos señala al camión y siguen hablando. Es bajito, de ojos nerviosos
y piel oscura. Sus maneras elegantosas acompañan a sus manos finas, poco hechas
al monte —capta Manuel—. Pasan dos minutos eternos, y comienzan a sudarle las
manos al del camión, apuntado desde fuera por un fusil.
Los de la patrulla hacen un aparte. Llaman a uno de
ellos, es el más jovencillo que está en la ladera. El recién llegado saluda a
Manuel sin disimulo. Lo hace con respeto.
¾¿Lo
conoces?
¾Es
el Subjefe de policía de Porcuna —dice el joven de forma creíble.
¾Subjefe
—sin dejar de mirar a Manuel—. ¿Tienes los papeles de policía? —le suelta a la
cara.
¾Tengo
mi palabra —contesta Manuel tranquilo. Sin fijar la mirada, sin rehuirla
tampoco.
El que manda acepta esa respuesta, sonríe y enfunda la
pistola. Siguen hablando. Los fusiles se han cansado y agachan la boca. El
acuerdo no tarda en llegar. Dos de ellos sueltan las armas y suben al camión. Toman
las dos cajas de jamones que quedan, abren una de ellas y le ofrecen un jamón a
Manuel. En un minuto han desaparecido. Manuel y su compañero arrancan el
ruso y deciden volver.
En el Molino Nuevo las mujeres tienen una
estrategia. Han tendido ropa de niño sobre un cordel bien visible. Abrieron
todas las puertas y ventanas, tienen un fuego en el patio bajo un caldero, han
rotulado la fachada con la frase: “mujeres y niños” y, por último, encima del
tejado han colocado una sábana blanca.
Los primeros que llegan lo hacen en cuclillas, mudos y
letales. No se detienen ante las mujeres. Hablan por señas y apuntan sus armas hacia
adelante. Profesionales.
¾Los
moros —susurra la abuela al frente del tropel de niños.
Rodean el cortijo. Penetran y se asoman por las
ventanas. El olor del caldero consigue remover los estómagos de los visitantes.
¾No
bueno haluf. Castiga Alah. —le suelta a la abuela uno flacucho.
No hay respuesta. Los niños callan asustados. Las
madres y la abuela delante como una muralla. Los moros rebasan el cortijo, algunos
al paso les hacen carantoñas, otros los estudian con recelo. Ninguno mira a las
mujeres. Tras ellos más y más tropas. En silencio. Nadie ha disparado su fusil,
nadie ha pronunciado más palabras que las del moro. Al rato, un joven con
uniforme se acerca. Es un oficial.
¾¿Dónde
están vuestros hombres? —de forma seca—, ¿de dónde sois? —sin dar tiempo a
responder.
¾Gente
de paz —saltan las tres mujeres a la vez.
¾De
Porcuna —dice la abuela que parece entender la poca paciencia del militar.
¾No
hay nadie en la casa —se escucha una voz que tercia detrás.
¾Así
que de la zona roja…
¾De
Porcuna, mire usted. De donde nuestros padres y nuestros abuelos. Personas como
Dios manda. —enseñando la medalla de la virgen de Alharilla.
Eso tranquiliza al requeté que se acerca al caldero,
prueba el caldo, da su aprobación, y lo toma hasta acabar el cuenco. Se despide
tocándose la cabeza. La abuela imagina que no quiere quedarse rezagado…, más de
la cuenta.
Los del camión aún tardarán dos días en llegar,
escondiéndose y circulando entre una y otra zona. El hambre la mataron con el
jamón de regalo. Solo quedan los huesos para otro caldo.
Manuel Bellido Milla
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