Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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domingo, 1 de marzo de 2020

Cruceristas



Amanecer en demanda de El Pireo. Foto del autor.


La obsesión por la eficiencia planea sobre los que beben del pozo de la sed. Si se acude a él, cada vez habrá que beber con mayor frecuencia y a tragos más largos. Como en una sucesión de vertiginosos intervalos, más y más pequeños, que terminarán por atragantar nuestras percepciones, y que, sin percibirlo al principio, nos introducirán en la sima de la codicia. El cuerno de Gabriel. En cuyo fondo insondable, se percibe la naturaleza del engaño, inicialmente envuelto de falsas ilusiones: una trampa mortal y materialista.

Viven juntos desde hace varios años. Ella es vital y juvenil con más de cincuenta, él es hábil y soñador: un hombre de mundo. Ambos confluyen en sus ganas de vivir. Por eso acordaron alejarse del hastío de la rutina. Pasar unas vacaciones en un crucero. El primer día de navegación, se encuentran asomados al amanecer del camarote en mitad del Adriático. Se abrazan en silencio débilmente tibios, apenas cubiertos por los albornoces, sin que la luz que nace frente a ellos les ayude a entrar en calor. Ella cierra los ojos, se inunda con los olores de la escena, suspira, y funde su cuerpo con la belleza estática del paisaje marino. Pasado el instante, él la observa con un brote de aburrimiento, y se pone a repasar en el programa de actividades: bailes, espectáculos, restaurantes, excursiones…

¾El acuerdo es pasarlo bien —dice ella en tono esperanzado.

¾¡Claro! —exclama él con su conocido optimismo— por eso tenemos que aprovechar todos los momentos —señalando sobre el programa, sin apreciar el contraste de la desnudez del mar, y la mirada azul que le interpela.

Bajan en el ascensor, él se adelanta al mostrador y expone algunas sugerencias para que no coincidan al mismo tiempo varias actividades a su gusto. Ella le acaricia el hombro, y con un guiño lo deja allí. Sube y se da un masaje frente al desfile de acantilados que rompen el horizonte.

Al día siguiente atracarán unas horas en un lugar de la costa dálmata. Durante la cena, discuten sobre pasear por la ciudad, o subirse a un autobús para atrapar las vistas de varias ciudades cercanas al fiordo de Kotor.

¾¿Para eso hemos venido hasta aquí? —suelta él en tono sarcástico.

¾Para disfrutar y olvidarnos de la rutina —señalando al teléfono móvil que no para de parpadear junto a él.

¾¿A aburrirse le llamas disfrutar?

La orquesta devora la noche sin lograr deshacer el hielo entre sus miradas. Finalmente ella cede, y a la mañana siguiente, serpentean por carreteras empinadas que los conducen a los estudiados momentos de hacer las fotos, las mismas que venden improvisados puestos ambulantes en la cuneta.

¾Lo tengo todo calculado —repercute el dedo sobre el plano sin alzar la vista—. Desembarcamos en Venecia, y antes de tomar el avión, nos vamos en vaporeto a la isla de Murano, la vemos rápidamente, y desde allí, tomamos una lancha hasta el aeropuerto justo a tiempo de facturar.

¾Lo veo precipitado, solo tenemos tres horas para todo. Cualquier retraso nos hace quedar en tierra. La verdad, no me apetecería tener que dar explicaciones en el trabajo al día siguiente.

Esta vez nadie cede. Ella se marcha al aeropuerto con tiempo suficiente, se compra un abrigo carísimo, y se toma un café con una amiga que no había visto en el crucero. Él, que se marchó a Murano, ha sido el último en embarcar en el avión. Lo hizo con la mitad de la camisa fuera del cinturón, su chaqueta arrugada en la mano, y una discusión con la azafata por no tener sitio para meter su maleta de mano.



             Manuel Bellido Milla.


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