Amanecer en demanda de El Pireo. Foto
del autor.
La obsesión por la eficiencia planea sobre
los que beben del pozo de la sed. Si se acude a él, cada vez habrá que beber
con mayor frecuencia y a tragos más largos. Como en una sucesión de vertiginosos
intervalos, más y más pequeños, que terminarán por atragantar nuestras
percepciones, y que, sin percibirlo al principio, nos introducirán en la sima
de la codicia. El cuerno de Gabriel. En cuyo fondo insondable, se percibe la
naturaleza del engaño, inicialmente envuelto de falsas ilusiones: una trampa
mortal y materialista.
Viven juntos desde hace varios años. Ella es vital y
juvenil con más de cincuenta, él es hábil y soñador: un hombre de mundo. Ambos
confluyen en sus ganas de vivir. Por eso acordaron alejarse del hastío de la
rutina. Pasar unas vacaciones en un crucero. El primer día de navegación, se
encuentran asomados al amanecer del camarote en mitad del Adriático. Se abrazan
en silencio débilmente tibios, apenas cubiertos por los albornoces, sin que la
luz que nace frente a ellos les ayude a entrar en calor. Ella cierra los ojos,
se inunda con los olores de la escena, suspira, y funde su cuerpo con la
belleza estática del paisaje marino. Pasado el instante, él la observa con un
brote de aburrimiento, y se pone a repasar en el programa de actividades:
bailes, espectáculos, restaurantes, excursiones…
¾El
acuerdo es pasarlo bien —dice ella en tono esperanzado.
¾¡Claro!
—exclama él con su conocido optimismo— por eso tenemos que aprovechar todos los
momentos —señalando sobre el programa, sin apreciar el contraste de la desnudez
del mar, y la mirada azul que le interpela.
Bajan en el ascensor, él se adelanta al mostrador y
expone algunas sugerencias para que no coincidan al mismo tiempo varias actividades
a su gusto. Ella le acaricia el hombro, y con un guiño lo deja allí. Sube y se
da un masaje frente al desfile de acantilados que rompen el horizonte.
Al día siguiente atracarán unas horas en un lugar de
la costa dálmata. Durante la cena, discuten sobre pasear por la ciudad, o
subirse a un autobús para atrapar las vistas de varias ciudades cercanas al
fiordo de Kotor.
¾¿Para
eso hemos venido hasta aquí? —suelta él en tono sarcástico.
¾Para
disfrutar y olvidarnos de la rutina —señalando al teléfono móvil que no para de
parpadear junto a él.
¾¿A
aburrirse le llamas disfrutar?
La orquesta devora la noche sin lograr deshacer el
hielo entre sus miradas. Finalmente ella cede, y a la mañana siguiente,
serpentean por carreteras empinadas que los conducen a los estudiados momentos
de hacer las fotos, las mismas que venden improvisados puestos ambulantes en la
cuneta.
¾Lo
tengo todo calculado —repercute el dedo sobre el plano sin alzar la vista—.
Desembarcamos en Venecia, y antes de tomar el avión, nos vamos en vaporeto a la
isla de Murano, la vemos rápidamente, y desde allí, tomamos una lancha hasta el
aeropuerto justo a tiempo de facturar.
¾Lo
veo precipitado, solo tenemos tres horas para todo. Cualquier retraso nos hace
quedar en tierra. La verdad, no me apetecería tener que dar explicaciones en el
trabajo al día siguiente.
Esta vez nadie cede. Ella se marcha al aeropuerto con
tiempo suficiente, se compra un abrigo carísimo, y se toma un café con una
amiga que no había visto en el crucero. Él, que se marchó a Murano, ha sido el
último en embarcar en el avión. Lo hizo con la mitad de la camisa fuera del
cinturón, su chaqueta arrugada en la mano, y una discusión con la azafata por
no tener sitio para meter su maleta de mano.
Manuel Bellido Milla.
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