Club de Letras UCA (Cádiz, Jerez de la Frontera y Algeciras)
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miércoles, 25 de marzo de 2020

Perdonadme


Mi hermano Raúl tenía los ojos azules. Sus mandíbulas eran fuertes, sus labios gruesos y su rostro armónico y hermoso. El  torso lo tenía perfecto y las piernas y brazos tonificados, pero no en extremo. Tan guapo que sus amigos solían bromear diciendo que con un poco de rímel y maquillaje, sería hasta guapa. Era el más alto y la excepción de la familia, porque el resto, incluidos mis progenitores, pertenecíamos, sin duda alguna, a la raza caucásica mediterránea: morenos, ojos oscuros y bajitos.

Mi hermano Raúl era el más listo de todos. Mi madre decía, bastante a menudo, que era  el que aprendió antes a hablar, a andar y a restar y dividir. En el colegio era el más  educado y responsable. Todos comentaban que era apasionadamente curioso. Curiosidad que le llevó a ser el número uno de su promoción de Ciencias Físicas de la Universidad de Oxford. De casa fue el único que estudió en el extranjero, ya que en mi familia los recursos económicos estaban muy limitados. A mí me tocó trabajar en la fábrica de muebles local siendo casi adolescente  para contribuir a la economía doméstica y, a la postre, a su anglófila licenciatura.

Mi hermano Raúl no tenía complejos ni amarguras. Era divertido, zalamero, besucón y buen orador; por todo ello destacaba en su éxito social. Las mujeres y hombres se lo rifaban, todos querían estar con él. Creo que también era buen amante, porque alguna vez que he pasado la noche en su casa y él compartía cama con cualquiera de sus múltiples parejas, he creído oír algún que otro: Dios no pares, ahí, justo ahí, sigue haciendo eso… ¡qué gusto! Yo, en la soledad de mi dormitorio, pensaba en mi vida rutinaria de casa al trabajo y del trabajo a casa, solo interrumpido por el atracón de series de los días de fiesta.

Mi hermano Raúl no era presumido. Había nacido con el don de la elegancia, todo en él era natural. Tenía instinto para elegir la ropa adecuada para cada ocasión y combinar las prendas con acierto. Trajes a medida o ropa sport, reloj en la muñeca derecha y calzado cómodo, todo le sentaba bien. No necesitaba ropa extravagante ni de marca, transmitía clase y estilo. Mi armario, en cambio, era limitado, pequeño y convencional.

Mi hermano Raúl era resolutivo, de inteligencia ágil, capaz de afrontar cualquier asunto problemático con una rapidez que apabullaba. Cuando yo tenía que tomar alguna decisión, fuera importante o no, siempre acudía a su encuentro. Él no me juzgaba pero, en cierta medida, imponía su consejo. Tenía un poder de persuasión increíble. Ante cualquier dilema, escuchaba su voz, día y noche, diciéndome lo que debía hacer en cada caso.

Odiaba a mi hermano Raúl, siempre me he visualizado como un gusano a su lado. Todos en casa y, hasta yo misma, me comparaban, con la cruda y palpable realidad de que él tenía ese no sé qué que le hacía tan único y yo, yo me sentía inferior e insignificante. Desde pequeña he acudido periódicamente a la consulta de múltiples psicólogos y psiquiatras con el fin de escarbar en mi aturdida mente, descubrir mis fantasmas e intentar, al menos, superar mi animadversión y enemistad hacía él.

Bueno, lo confieso, este confinamiento por coronavirus me tiene esquizofrénica. Mi gran problema no es mi hermano Raúl; mi gran problema es, según dicen, que me lo estoy inventado todo. Soy hija única. Perdonadme.


                   Yayo Gómez


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