Brillantes
reflejos de mar transparentes bullían agonizantes de desesperación
en el interior de una espuerta de pescadores. Unos, trataban de dar
saltos para alcanzar el borde del recipiente buscando la posibilidad
de huir. Otros, sin embargo, buscaban salvación simulando estar
muertos, dejaban en laxitud sus patas, bigotes y cuerpos. Los que
huían hacia el fondo del canasto, eran sorprendidos por la mano del
pescador que removiendo, les devolvía arriba, para renovar humedad a
los camarones que permanecían en la superficie y mantenerles más
frescos. Al mismo tiempo que gritaba pregonando su mercancía:
—¡Camarones para tortillitas! —Un camarón añejo, sin conocer
el idioma humano, recordaba una vez que siendo perseguido por un
pescador, tuvo oportunidad de escuchar a su hostigador hablar con un
amigo; oyó: ¡Anda que no venía bien ahora una tortillita! A la vez
que chocaba una con otra, ambas manos. El animalillo interpretó que
“tortillita” equivalía a “aplastamiento”, y decidió huir
del canasto. Esperó un descuido del vendedor para alcanzar el borde
de un salto. Agazapado, esperó el momento en que un niño rozó el
vértice, para subirse a su pelo.
En
su casa, el nene, mientras lavaba las manos, descubrió en el espejo
al camarón, que viajaba en su pelo. —¡Mamá, un piojo! ¡Hay un
piojo en mi pelo!—Gritó —¡No es un piojo, mi cielo! Es un
camarón gracioso, que tendrá hambre, sed y muchísimo miedo, por
eso, se aferra a tu pelo. Le prepararemos estanque, comida, le
cuidaremos. Será nuestra mascota y ya jamás tendrá miedo. Le
llamaremos Roberto. Qué feliz está en su estanque, nuestro querido
Roberto, se sube a las piedras, salta, disfruta, nadie le persigue.
Roberto, ya no tiene miedo.
©
Mercedes del Pilar Gil Sánchez
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