Por lo visto y por lo oído, despedirse a tiempo es una
destreza extraña y un proceder poco común. Y es que, en contra de
lo que se suele afirmar, “mandarlo todo al diablo, a paseo o al
quinto cuerno” y “dar un portazo”, más que un gesto de
cobardía puede ser una prueba de valor.
La decisión de “dimitir” exige, en la mayoría de
los casos, lucidez, libertad de espíritu, valentía y, a veces
paradójicamente, ser fiel a los compromisos básicos y, sobre todo,
a la propia conciencia. Se requieren muchas dosis de atrevimiento
para romper con todo, para huir de las esclavitudes y para escapar al
vacío. Por eso nos sorprenden gratamente las decisiones de los
hombres y de las mujeres que dejan cargos importantes de la vida
política, social, económica o religiosa tras hacer una serena
reflexión.
La mayoría de la gente -me comenta Pepe- fija con
precisión la hora del comienzo de sus actividades, pero no calculan
el momento de la terminación. Algunos psicólogos achacan esta
indecisión a una inseguridad vital que se manifiesta en timidez, en
bloqueo, en torpeza de expresión, en miedo a quedarse solo o,
incluso, en falta de imaginación. ¿Será eso lo que les ocurre a
los políticos carismáticos, a los conferenciantes insufribles y a
las visitas pesadas? A mí me asustan, sobre todo, los que dan
razones éticas para no despedirse. Creo que son más peligrosos
aquellos que se agarran a la poltrona por un deber de conciencia, por
la fidelidad a la llamada de Dios o por la lealtad a los líderes:
por responder a la vocación sobrenatural o por obedecer a llamada de
la patria.
Estoy convencido de que, para
renovar la vida de los grupos humanos, todavía más necesario que
reinventar nuevas fórmulas o establecer principios diferentes es
preciso cambiar los rostros de los dirigentes. Si es verdad que la
experiencia es un capital que hemos de saber rentabilizar, también
es cierto que los problemas nuevos requieren soluciones inéditas y
manos diferentes. Los gobernantes se cansan o, lo que es peor, se
acostumbran a mandar, pero los súbditos se saturan y se empachan
cuando durante mucho tiempo están viendo las mismas caras. Hemos
de reconocer que estamos mejor dispuestos y educados para decir que
sí que para decir que no; para empezar que para terminar, para
aceptar los cargos que para presentar la dimisión. José Carlos se
pone más trascendente y afirma que, en nuestra cultura occidental,
no nos han educado a bien morir. Probablemente tendremos que hacer
como Lola cuando ponía la escoba bocarriba detrás de la puerta para
así conseguir que María se despidiera en sus largas visitas.
José Antonio Hernández Guerrero
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