Lo dice la poeta Josefa Parra, lo que debe dejarnos un
verso, un poema, un momento que se llena de imágenes que el lenguaje retrata,
un momento que habla por medio de la palabra escrita. Es la belleza, el milagro
que la vuelve casi tangible, porque al leerla se nos pierde el texto sin que
abandone la página. El poeta es el artífice, quien talla el aire, quien captura
el instante para hacerlo inmortal, auténtico y oportuno, instante que nos
regala desde que decide escribirlo, cuando dejar de ser suyo.
A veces el poeta se aventura al desafío, a la
incertidumbre que provoca la extensión. La necesidad de comunicar lo lleva al
terreno de la prosa, a contar una historia prescindiendo de la métrica
propiamente dicha, dando el paso para enfrentarse a la narración. Recordemos el
Retrato de Dorian Gray, de Óscar Wilde, novela misteriosa, romántica y
dramática, de obligada lectura para todos los amantes de las letras.
Pedro Salinas escribió La bomba increíble, ciencia
ficción en español que muy pocos conocen quizás por la galbana que provoca el
prejuicio rutinario a que algunos se agarran para justificar el acto de
relegarla. Y Caballero Bonald nos regala Toda la noche oyeron pasar pájaros
para demostrar que un poema puede convertirse en novela sin que el lector se
percate de ello.
El argumento se sitúa al sur de la península, donde
llega una familia inglesa, estricta, rica y decadente, cuyo padre invierte en
negocios marítimos. Aunque son dos los protagonistas se trata de una obra
coral, porque los personajes, las situaciones, las aventuras y desventuras
giran en torno a la ciudad imaginaria que los acoge, una ciudad costera,
pequeña y luminosa. Las historias se entrecruzan conformando los capítulos por
los que discurre el final, sin embargo lo que cautiva al lector es la imagen
que aparece nada más leer el primer renglón, imagen que no se extravía sino que
crece y se enriquece hasta el punto final, imagen que permanece incluso después
de haber cerrado el libro.
El lenguaje es tan cuidado que invita a recrearse en
él, a participar con lo que dibuja, a disfrutar tanto hasta el punto de olvidar
el uso del diccionario para las palabras referentes a la mar y al oficio del
marinero, porque lo importante es captar las sensaciones descritas por los
momentos corrientes o las grandes emociones. Y es que el narrador no se evade
aunque lo parezca, aunque intente desorientarnos al comienzo de los capítulos,
recurso utilizado para llamar la atención, para no dejarnos escapar, para
construir renglón a renglón ese azulejo por el que constantemente pasan los
pájaros y la vida.
Caballero Bonald no ha dejado a un lado el oficio de
poeta, pero sí que ha jugado con el lector a esconderlo, a disfrazarlo de la
belleza vaga y a veces imprecisa que podemos encontrar en un verso o en un
poema. Esta novela es un ramo de formas, tonos, olores, gestos, ruido de pasos,
viento, crujir de plantas, bruma y luces, porque la ilumina la natural, la que
hace brillar todas las cosas y también la del entendimiento, la que cae sobre
el capítulo en el momento justo para que todo encaje y aparezca la imagen que
no se apagará, la que producirá eco y temblor. Es lo que encontramos en este
poemario hecho novela. No se lo pierda, amigo lector.
Adelaida Bordés Benítez
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