En los
partidos de fútbol el árbitro es quien dictamina cuándo una acción es falta y,
por lo tanto, cuándo es digna de sanción: aplica el reglamento y decide si la
jugada ha sido fuera de juego, córner o penalty. En las agresiones conyugales
es el juez quien valora los daños y quien determina los castigos: la
separación, una multa o, incluso, la cárcel del culpable.
¿Cree usted
que es razonable que en las guerras, sin embargo, sea una de las partes -la más
poderosa- la que decida si es justa o no, y la que justifique cuándo han de
empezar los ataques, durante cuánto tiempo han de continuar y cuándo han de
finalizar? ¿Cree usted que es lógico que la justificación moral de la guerra
parta de quienes la organizan, la instigan, la desatan o la sostienen? Los
representantes del poder del Estado siempre han justificado sus contiendas,
independientemente de que tuvieran políticamente razón o no a hacerlo: tienen
el poder, la fuerza y, sobre todo, poseen los medios de propagación para tratar
de convencernos de su justicia, de su bondad y de su necesidad.
Los
políticos de diferentes signos, ayudados por los omnipotentes medios de
comunicación tratan de persuadirnos de que las guerras son necesarias e
inevitables, al menos, como un mal menor. Apelan al realismo, al utilitarismo
e, incluso, al pacifismo.
Soñar con un
mundo sin guerras –afirman ellos- es un idealismo ingenuo y una utopía
inalcanzable. Otros tratan de convencernos de que las guerras desarrollan la
tecnología que mantiene y aumenta nuestro bienestar: la mayoría de los
adelantos modernos -repiten- tiene su origen en los esfuerzos realizados por
los científicos para lograr que los aparatos de guerra sean más eficaces, más
aniquiladores, más mortíferos y más exterminadores. Nos animan para que demos
las gracias a las guerras que han desarrollado la tecnología, la informática y
la telemática. Nuestros electrodomésticos, televisores, ordenadores y teléfonos
móviles -dicen- tienen mucho que agradecer a las guerras. La fe en la
prosperidad de la tecnología punta no suelen tener en cuenta la producción de
tanta basura que sustituye las cosas buenas para aumentar los niveles de
saturación -más que de satisfacción- sólo de una parte de la población y para
incrementar y extender la miseria en otra parte más amplia.
Otra de las razones más repetidas es la necesidad de mantener
la paz haciendo la guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de
“intervención humanitaria”, nos pintan el sueño de una guerra que acabe con la
guerra, el mito de Armagedón -la batalla final entre los poderes del bien y del
mal, la visión del león que reposa junto al cordero. En mi opinión, sin
embargo, la única fórmula para acabar con la guerra es trabajar para disminuir
las sangrantes desigualdades, las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar
contra uno mismo y pelear contra los nuestros para eliminar el ansia de
dominio, la voluntad de acumular poder, la codicia de riqueza, los deseos de
grandeza, el odio a los otros, y, sobre todo, ser constantes en la afanosa
tarea de sembrar el respeto mutuo.
José Antonio Hernández Guerrero
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